“El Hammersmith Odeon londinense era uno de los locales de conciertos más cotizados durante la era dorada del rock. No sé si en la actualidad (aunque pueda suponerlo) el formidable espacio continúa recibiendo a las grande estrellas de la música internacional, cualquiera que fueren su estilo, edad, banda, y legión de fanáticos en su torno, pero me atrevo a imaginarlo repleto de jóvenes de diferentes nacionalidades, entregados a quien desde el escenario juega a hipnotizar al personal, a conducirle por unas horas a través de un torrente de canciones, para luego cruzar la puerta de salida con el alma henchida de una gozadera (permítaseme la cubanía) indefinible, un orgasmo sonoro que consigue que llegues a casa dispuesto a contagiar de esa energía a quienes no pudieron saborear ese néctar.
Algo parecido me ocurrió la noche del 18 de noviembre de 1975. Hacía sólo unas semanas que mi buen amigo Manuel Díaz Pallarés (entonces Jefe del Departamento de Promoción de la Columbia española y hoy tristemente desaparecido), me había hecho llegar la correspondiente invitación para acudir a la capital del Reino Unido, y asistir al primer concierto de un nuevo artista norteamericano llamado Bruce Springsteen, de quien me había hablado someramente otro querido colega, Adrián Vogel (hoy conduciendo en Internet su blog de El Mundano y habitual ya en las páginas de nuestra EFE EME), a quien tuve el placer de poder contratar como colaborador, durante tres años cruciales, en Radio Nacional de España, cuando él sólo contaba 18 años de edad y ya era, sin embargo, uno de los melómanos más perspicaces, sapientes y avezados, de una nueva generación que preparaba su descarga de adrenalina bajo el estallido del punk.
Entre los redactores y presentadores del programa Para vosotros, jóvenes (espantoso título, copiado del Per vuoi, giovani de la RAI), que dirigí desde 1973, la revista Rolling Stone era una de las publicaciones que corría de mano en mano. En ella trabajaba como director un avispado personaje, Jon Landau, quien tras presenciar un concierto de Bruce, junto a su legendaria banda, pronunció una de las frases que más nos impactó, en una época en la que parecía que ya se había inventado todo: “Acabo de ver el futuro del rock and roll”. No se equivocaba. A mediados de 1975, Springsteen fue portada, la misma semana, en las dos publicaciones más influyentes de USA: el Newsweek y el Time. Desde entonces, ningún personaje, presidente o actriz, cantante o científico, Papa o rey, ha merecido tal deferencia periodística.
Lo hermoso del viaje no era ya visitar de nuevo el vibrante Londres de los setenta, ni saber que ibas a disfrutar del estreno del disco Born to run, que en aquel otoño figuraba como número uno en las listas de éxitos de “Yanquilandia”, ni siquiera que en esos días tocaran en la ciudad del “Thames” gentes como Joni Mitchell o Tom Paxton, The Kinks o Nina Simone, sino que la compañía discográfica CBS me había prometido una entrevista con el joven rockero, una vez que este hubiese finalizado el primero de sus conciertos británicos. Mi nervio en el vuelo era tanto, que traté de serenar mi ánimo probando sin cesar el magnetófono Uher que llevaba en el equipaje de mano, para legar a la posteridad las palabras de Springsteen. Lo malo fue que después del espléndido espectáculo, durante el cóctel para la prensa, me acerqué al Boss, magnetófono en mano, dispuesto a entrevistarle para RNE. Una mano elefantiásica y un suave empellón cortaron mi sueño de golpe. Nadie, excepto Tony Blackburn y el malogrado John Peel (dos figuras emblemáticas del periodismo musical de la BBC) tenían la exclusiva, por lo que hube de retirar momentáneamente el micrófono y renunciar a la charla. Pocos años más tarde, en Barcelona, Springsteen me recibió diez minutos. Riendo de buena gana cuando le narré mi frustrante intento en Londres, afable y amistoso como pocos, respondió a mis breves preguntas:
¿Qué crees que es el rock and roll? ¿Eres de los que piensan que es la fusión ideal entre lo blanco y lo negro?
Mmmm… Como dice Little Richard, el rock and roll no es más que boggie-boogie y rythm and blues. El boggie tocado a “slow tempo” (tiempo lento) es ryhtm and blues, y tocado mucho más rápido se le llamó rock and roll. Creo que tiene mucha razón. El rock and roll. no tiene nada de country. “Lucille” no es rock, es simplemente boggie-boogie.
¿Soy un tipo raro si te digo que a mí no me gustaba mucho Elvis Presley, menos en su dos primeros años?
Pues no, casi piensas como mi madre, que es un poquito fan de Elvis. Pero recuerdo haberle visto cuando yo era pequeño en el show de Ed Sullivan. Yo estaba sentado en el suelo del salón y tuve una extraña sensación y dije: “Mama, quiero tocar la guitarra”.
[Al sugerir que me gustaba mucho más Roy Orbison, Bruce sonrió comprensivo]
Las canciones y la voz de Roy son únicas, vienen de lo más recóndito del universo. Es muy tímido y escurridizo. Tiene una tremenda fragilidad física, etérea, es como si fuera un cantante de otro mundo Su rostro, su forma de ponerse ante el micrófono sin moverse y como escondiendo los ojos. Hace canciones tremendamente sensuales. [Miró hacia el techo y comenzó a reírse a carcajadas]
En mi habitación, de niño, solía y aún lo hago, poner sus discos y apagar la luz. [Pausa extensa] Esa voz suya es la más espiritual que nunca he escuchado.
Fue todo. Pero no es poco. Cómo no recordar ahora la expresión de placidez infantil, las miradas de Bruce, en la impresionante grabación en vídeo de A black and white night, en la que el rockero acompañó a su ídolo junto a estrellas como Tom Waits y Elvis Costello. “My dreams comes true…” que dirían los Platters.
Nacido en Freehold, al sur de New Jersey, el 23 septiembre de 1949 (el año que viene le caen sesenta tacos), Bruce Springsteen es seguramente una de las figuras centrales del rock de los últimos cinco lustros, es un espécimen bastante raro, educado entre el poderoso influjo de la luna dylaniana y el planeta Seeger. Pocos como él han sabido mantenerse fieles a una idea: música sólidamente fabricada sobre los rescoldos del rock and roll, y un texto también duro, como instrumento de denuncia y sublimación de la realidad, elevando a rango de pequeñas novelas las habituales historias de la vida ordinaria, de la aburrida cotidianidad, confiriendo a los protagonistas un cierto valor épico y paradigmático. Su repertorio hoy abarca un imponente panorama de cientos de temas, surgidos en más de treinta y cinco años de trabajo, en los que ha sido un referente corajudo y valiente, a la hora de plantarse de frente ante un país que habla de libertad y democracia, bajo el poder de las bombas, las amenazas, los complots, el espionaje, el asesinato de líderes incómodos para la Casa Blanca, la tortura y el genocidio en decenas de paises (Corea, Vietnam, Chile, Panamá, Granada, Cuba, Irak, etc.).
Springsteen es sin embargo un tipo raro, un espécimen humano que derrocha optimismo, como cuando se reafirma resueltamente en su fe en el pueblo americano, en la posibilidad del rescate de una sociedad acostumbrada a ser “la más rápida con el revólver”. Sabe que hay que cabrear a quienes están convencidos de que la fuerza bruta es la solución para acabar con las sociedades que no creen en el capitalismo salvaje. Cuando la explosión del punk y la sensual marea de la llamada new wave invadían Occidente (la primera encarnando el alarido de rabia, rebelión y anarquismo utópico; la segunda con su renuncia absoluta en la búsqueda de soluciones para cambiar el mundo), Bruce Springsteen sabía deglutir lo mejor de ambas tendencias, esgrimiendo esos seculares “valores morales” con que la sociedad calvinista fustigó el catolicismo durante siglos.
Cuando el mundo lo aclamaba como nuevo líder, siendo Ronald Reagan presidente de USA, el rockero rehuía el compromiso impuesto (temporalmente, claro), buscando refugio junto a su familia y amigos. Ese indudable peso histórico que el Boss detenta ya por más de 30 años, regalando esperanza a millones de desilusionados bajo el incómodo papel de “un espíritu que no puede ser derrotado”, le han valido una catarata de improperios por parte de gran parte de la sociedad internacional. Bruce Springsteen ha heredado la convicción del patriarca Woodie Guthrie, de que la vida en su país no tiene por qué ser eternamente una convulsión de violencia sin límites, que la existencia puede ser confortable, que el mundo puede ser mejor, y utilizando el rock, enfrenta a su generación, y a las nuevas, a mirarse en el espejo de esas canciones rotundas que, en obras maestras como son los discos Born to run y The river, ha desarmado a millones de personas, como se demostró este verano en el estadio del Real Madrid, cuando el Boss dejó patente ante más de 50.000 personas que su banda y él, por fortuna, todavía tienen cuerda para unos años más.
Hace unos veinte años, en una tienda de discos de segunda mano, en el mismo Londres, me compraba un LP pirata en el que se leía: Bruce Springsteen. Hammersmith Odeon november 1975. Una muy decente grabación clandestina que perdió su valor cuando se publicaron en CD y en DVD parte de aquellos memorables conciertos. Hoy veo esas imágenes en el modesto televisor de la habitación que me sirve de hogar, aquí en La Habana, y me digo con alegría y orgullo; “Yo estaba allí”. Y mis amigos cubanos no me creen. Qué le voy a hacer…
Llegué a Madrid la noche del 19 de noviembre de 1975. En casa, mi chavala y yo planeábamos tener un hijo. Una hermosa noche de amor que rubricó inopinadamente, a las 6 de la mañana del día 20, la voz de Manuel Gerena quien nos despertaba con una noticia maravillosa: Franco había muerto. Desayuné con cava, llamé a todos mis compañeros, bailé en la terraza, y a los quince minutos sentí un temblor repentino: me di cuenta de que iba a comenzar una etapa durísima, un largo período en el que las venganzas, las noches de los cuchillos largos, los ataques indiscriminados y las agresiones, tendrían un solo objetivo: la gente “roja”, los comunistas, los anarquistas, los nacionalistas, los melenudos, los rockeros, los estudiantes rebeldes, los emigrantes, los negros, los indios… Exactamente igual que hoy mismo: “The Times Are ‘Not’ Changin”.”