25 de agosto de 2008

para Javier Batanero,
al que he plagiado el título
Es tarde ya. La noche ha exprimido su última gota de olvido y Mario vuelve a casa envuelto en una feliz somnolencia de cerveza y hachís. El metro está vacío y los pasos del noctámbulo resuenan en los pasillos como el latido de una conciencia insatisfecha. En el trasbordo de Avenida de América se cruza con una pareja que juega a los amores de película con besos apasionados delante de un cartel que anuncia una campaña benéfica para los niños de Kenia.
Cuando llega al andén se sienta en un banco. El peso del día se le viene encima con un resoplido de alivio y siente al cansancio descender serpenteante hasta los pies. El reloj del techo le comunica que hace tres minutos que no pasa un tren y confía en no quedarse allí toda la noche. Un vigilante entra en el andén de enfrente y lo recorre arrastrando los pies y con la mirada baja, como buscando en el suelo un billete premiado de lotería. ¿Queda algún tren por pasar? grita Mario al hombre del uniforme azul. Sí, el último, pero todavía tardará un poco.
Pasa el tiempo. Los minutos se anudan al cansancio y Mario cae en una dulce modorra que le embarca en imposibles sueños de ventanas abiertas al mar. Por el otro extremo del andén entra una pareja y su entrada mueve el aire en una corriente casi imperceptible que, pese a su levedad, despierta al durmiente.
Los recién llegados parecen seres de otro planeta en la impoluta elegancia de sus trajes y en la insultante decisión de sus pasos, que resuenan en el alicatado de las paredes llenando la estación de ecos. Su presencia inmaculada de amantes sin recato no cuadra con el húmedo silencio de la estación.
Se besan, se abrazan, se acarician. Mario siente un rubor de vergüenza en las mejillas y apenas se atreve a seguir por el rabillo del ojo las ensimismadas evoluciones de la pareja. Las manos de los amantes se buscan en los rincones más ocultos de sus cuerpos. En una de sus tímidas ojeadas, Mario descubre la negra tersura de las medias de la mujer, que al acabar el recorrido de la pierna dejan ver bajo la falda levantada el blanco muro de un muslo enmarcado por los tirantes del liguero.
Llega el último metro y Mario y la pareja entran en vagones contiguos. Nadie más viaja en ellos. El tren arranca y se sumerge en el túnel. A través de la puerta de separación de los vagones Mario observa ya sin disimulo el juego lúbrico de los amantes. El traqueteo de las ruedas acompaña con su ritmo el envite amatorio de la pareja en celo. Pegados a una de las puertas el hombre besa a la mujer, le abre el abrigo y recorre su cuerpo con las manos, le levanta la falda, le desabrocha la blusa. Arrastrados por la pasión, enlazados como la serpiente del pecado lo estuviera al árbol del paraíso al ofrecer a Eva su manzana, la pareja se arrastra por el vagón vacío hasta caer en un asiento, fuera ya de la vista de Mario, que ha contemplado la escena con una mezcla de asombro y envidia.
Mientras el tren avanza por el oscuro túnel, Mario se imagina la secuencia amorosa del vagón de al lado. Le parece escuchar el suave roce de seda contra seda al descender las bragas por las piernas de la mujer, el rasposo ruido de la cremallera del hombre al abrirse, los murmullos de apremio, el golpeteo de los cuerpos, el gemido del placer, el grito del éxtasis, el estertor del abandono.
Recorrido el túnel, el tren entra en una nueva estación. Sentado aún en su asiento, Mario observa cómo se levanta el hombre, se arregla las ropas y sale por la puerta del vagón.
Ajenos a cuanto sucede, un matrimonio con un niño dormido entre los brazos del marido entra en el vagón de Mario y se sientan silenciosos en el otro extremo. Mario se sorprende de que tan sólo se haya bajado el hombre y se levanta del asiento para mirar por la puerta de separación lo que pasa en el otro vagón. Apenas ve nada; sólo las piernas de la mujer, uno de cuyos pies reposa quieto en el suelo mientras el otro permanece extendido a lo largo del asiento.
La siguiente estación es la de destino de Mario. Llega el tren, se detiene, acciona el mando de la puerta, que se abre, y sale al andén.
Al pasar por delante del vagón en el que viajaba la pareja echa una mirada al interior sin dejar de caminar. La mujer sigue tendida en el asiento. Tiene la ropa revuelta, la cabeza desfallecida, el cabello desordenado y una quietud extrema. Cuando ha avanzado unos pasos retrocede horrorizado, por el rabillo del ojo ha visto algo que le ha llamado la atención y que le ha costado unos segundos definir en el cerebro. Intenta abrir la puerta para entrar en el vagón, pero el apresuramiento le impide accionar correctamente el mecanismo. El tren inicia su marcha. Mario da unos pasos hipnotizado, intentando seguir la imagen fugaz engullida ya por la oscuridad del túnel. Da un alarido que se pierde en el vacío inmenso de la estación. En sus ojos abiertos, que han ahuyentado de golpe el último rastro de sueño, queda imborrable la imagen que ya se ha perdido en la lejanía: el charco oscuro que se va extendiendo por suelo del vagón, la gota roja que cae desde el asiento, la navaja brillante de cachas de nácar que sobresale del cuello rajado de la mujer muerta.
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