31 de octubre de 2008
Si usted lo vio, no es privado (la columna del viernes de Javier)
Siempre estábamos tiesos y no era porque gastásemos mucho, era que ganábamos poco. Siempre gastábamos más de lo que ganábamos y eso era un problema sobre todo para el señor de la pensión al cual, su mujer seguía empujando y pegándole delante nuestra. Comíamos, de fiado, en una casa de comidas (Fuente del Berro) en la cual yo tenía crédito por haber sido cliente diario el año anterior con mi hermano y los estudiantes con los que convivía antes de mi destierro. Recuerdo que sumando todas las columnas de precios de la carta resultaban algo más de 300 pesetas y una comida buena salía por unas 30 pesetas. Una vez, después de unos días de mal comer, Silvio recibió un giro de 10.000 pesetas, lo que suponía un capitalito.
–Vamos a comer– dijo alguien
–Yo no pago necesidades. Si queréis compramos grifa y nos vamos en taxi a Picadilly – aclaró Silvio rotundo,
Un domingo fuimos al Rastro y conocimos a gente del mercadillo hippy que se ponía debajo de las escaleras, Henry llevaba el violín y con una guitarra y unos bongos que allí había, Julio no tardó en montar un concierto “unplugged”, la gente se empezó a juntar y visto desde las escaleras era un verdadero mogollón.
Smash, a veces, no se llevaba bien con los cables; pero acústicos eran la leche. Tocaron cosas suyas, “The times they are a changin’”, la versión de “Teach your children” fue antológica y causó el delirio de una verdadera multitud coreándola. Estaba claro que tenían gancho, que desparramaban buen rollo. La sorpresa fue cuando las chicas de los tenderetes nos dieron el dinero que habían recaudado, sin que lo supiéramos, para nosotros. Pasamos el domingo juntos y hubo mucho rollo, armonía y buenas vibraciones, quedamos para el próximo domingo y con un vacilón enorme regresamos a nuestra pensión en los tejados de Madrid.
Al domingo siguiente, estando la actuación en su mejor momento, (quizás cuando Julio cantaba “The times they are a changin’”), la policía bajó por las escaleras y fuimos disueltos, nosotros y los espectadores, a empujones y con un enorme corte de rollo. Y es lo que yo digo siempre: ”las actuaciones no se deben cortar nunca”. Las de Smash en el Rastro se cortaron para siempre.
Así que otra vez sin dinero y sin poder pagar la pensión. La dueña ya abusaba de su marido y la situación se hacía insostenible, Julio se había bajado a una habitación legal con su mujer Margarita (tremenda fan de los Beatles), que había llegado de Sevilla con algo de dinero y estaban mejor vistos por la patrona. Silvio se mudó a otra porque llegaba su novia Carolina (rica heredera británica y hippy total), pero Henry, Antoñito, nuestro amigo Manolo y yo no teníamos un duro. El dueño nos lloraba para que nos fuéramos.
Las primeras lluvias del otoño llegaron y Madrid perdía amabilidad, mientras el núcleo de las buhardillas se dispersaba. Tieso como estaba fui a pedirle dinero a Gonzalo y mientras estaba en la casa llamaron al timbre, mi hermano abrió y volviendo por el largo pasillo me dice:
–Javier, es la policía, pregunta por ti.
-(en voz baja) Pues diles que no estoy.
–Ya he dicho que sales.
–¡Ojú tío!… vamos a ver– contesté preocupado y muy asustado mientras iba hacia la puerta donde estaba el inspector, con dos “señores” más.
-(Amigable) Hombre, Javier, tiempo sin vernos.
-(Cortadísimo) Ya, claro.
–Venimos a buscarte, queremos hablar contigo.
-….Pues…… yo……… ahora estoy ocupado…..estoy hablando con mi hermano porque me voy esta tarde para Sevilla.
-(Serio) Venga, déjate de tonterías, acompáñanos.
-(Serio) ¿Adonde voy a ir yo, hombre? ¿Qué quiere usted?
-(En serio y llevándome) ¡Venga, venga, vamos!
No recuerdo qué le dije a Gonzalo ni lo que me respondió pero algo sería y me llevaron, aunque me decían que no iba detenido pero que si me negaba a ir quedaba detenido. Cuando se empeñaron en ir a la pensión me dio un síncope.
–¡Qué no, hombre! ¿Tenéis permiso de registro?
Y ya se pusieron serios del todo con empujones y avasallamientos diciendo que a la pensión o a Carabanchel por haber quebrantado la provisional y la prohibición de estar en Madrid. Intenté explicar que en la pensión casi no me dejaban entrar ni a mi y que les debía dinero y si me presentaba con la policía les iba a dar un pasmo, la patrona iba a matar al posadero y todo para nada porque como ya les había dicho el año anterior, yo no fumaba y en la pensión no iban a encontrar nada de nada y que entonces para qué tanto lío. No hubo manera aunque aceptaron intentar pasar por unos señores amigos que venían de visita (¡oju, vaya plan!).
-¡Qué te he dicho que no! Que ya lo sabes, que a la habitación no subes con nadie– decía el dueño a punto del ataque viendo mi compañía.
Yo, conciliador, le decía que ya sabía las normas, pero que por una vez ¡por favor!, por el bien de todos me dejara subir con estos “señores”.
–¡Arriba no sube ni Dios!– gritó mientras llegaba corriendo la patrona.
– Que te he dicho que ya ni tu subes.
-¡Policía!– dijeron los “señores” volviéndose la solapa.
–¡AAAH mi ruina!– exclamó el dueño tirándose al suelo mientras su mujer lo zarandeaba gritándole y pegándole.
–¿Lo ves, lo ves? Sinvergüenza, hippy de mierda, que no me pagáis y me vais a matar a disgustos, y tu tienes la culpa de todo– le decía al marido.
El inspector los tranquilizaba mientras el dueño se agarraba a él explicándole que los papeles de la buhardilla los estaba esperando y a nosotros ni siquiera nos cobraba; la otra cuando oía lo de cobrar le pegaba patadas y chillaba en un verdadero ataque de histeria. Pero, lo que es el miedo, con dos o tres gritos del inspector cumplieron la orden de darnos la llave y retirarse callados y sin escándalo. En las habitaciones no había nadie y por supuesto ni un porro o por lo menos eso creía yo, pero el registro fue exhaustivo y minucioso a lo que ayudó el pronto encuentro de un libro en inglés que era un completo manual sobre el uso y consumo de todas las drogas desde su cultivo, cosecha, preparación y utensilios para su uso.
–Aja, conque no fumáis.
–Que no, hombre, que eso lo ha traído el guiri pero para vacilar de enrollaos, que ni él ni nosotros fumamos ni ná.
Y de pronto, el gran triunfo. En la costura del interior de un bolsillo apareció una brizna de yerba verde.
–¿Y esto?– preguntó el inspector poniendo con dos dedos la brizna en la palma de su mano.
–¡Ofuú! Eso no es ná– dije yo proyectando el “fu” sobre la palma de su mano y la brizna se voló.
–¡Hijo puta!– me dijo mientras se agachaba buscando lo que no volvió a encontrar, pero se mosqueó mucho y se empezó a poner grosero y a dar por sentado que yo era drogadicto y traficante y que con Smash, yo aprovechaba para vender en los conciertos.
Dijeron que ya era bastante y que para la brigada, que ya veríamos.
En mi anterior “visita” a la brigada y a la Puerta del Sol, ya había visto cabezas hinchadas y cuerpos dolientes, seriamente maltrechos; por lo que cuando ya estaba en el interrogatorio les declaré que efectivamente yo estaba en Madrid de forma irregular y que me pusieran a disposición del juez, pero que me dejaran tranquilo ya que sobre tráfico de drogas yo no sabía nada. La respuesta, después de algún pescozón y tirones de pelos y patillas, fue llamar a un policía armada gigante que me cogió por el cuello de la chupa de cuero y levantándome con una sola mano me llevaba en volandas, sin pisar el suelo, con mi 1´80 cm. largos de altura.
-(Pataleando en el aire) ¡Eh eh! ¡Oiga! ¿Pero, qué hace?
–Ahora te van a dar un repaso y luego seguimos hablando, que nos quedan 72 horas hasta llevarte al juzgado.
– ¡Un momento, hombre! Vamos a hablar ahora que yo no me he negado a hablar con usted.
Y funcionó. Ordenó que me dejaran y que me sentara. Realmente yo no sabía lo que querían, suponía que era su táctica para acojonarme, poco a poco. Lo consiguieron de golpe. Empezaron a preguntarme por un tal “el apache” y se empeñaron en que yo le conocía; la discusión fue muy larga y llena de amenazas, empujones, tirones de pelo y maltrato en general. Lo que me proponían era que yo buscase para ellos a gente que vendiera y en concreto ”al apache” y a un italiano que se suponía iba a una crepería en la calle Goya, la cual yo ni conocía. Querían que yo les comprara costo y sorprendernos en el acto. Me decían que si colaboraba no tendría problemas. Yo alucinaba y les decía que ese era su trabajo y no el mío. Pero no servía de nada y entonces les dije que cómo iba yo a buscar a nadie ni comprar si ni tenía dinero ni coche ni sabía dónde. Me cogieron y me llevaron a la calle, me metieron en un Seat 1500 negro y salimos hacia la crepería de Goya a buscar según ellos al italiano.
Cuando llegamos me dieron 1.000 pesetas y me dijeron que entrara y que si estaba el italiano le comprara. Yo cogí las mil ptas. y entré en el bar que estaba absolutamente vacío, detrás mía entró uno de los “señores” y se puso enfrente mía en la barra en forma de U. Pedí una coca cola y pagué con el único billete mostrándolo bien para que él lo viera. Empecé a beber la coca cola con idea de terminar pronto e irme. De pronto entró un compañero de Instituto, del año anterior, al cual yo le había invitado a fumar por primera vez y con los meses había cambiado. Cuando entró se vino hacia mi con gran cariño y alegría, me abrazó y yo noté que venía “en hippy” y muy puesto y que parte de la alegría era porque ahora me iba a invitar él a mi, lo cual hubiera sido su inmediata ruina. En ese momento me sentí como una bomba a punto de estallar, yo era el hombre trampa y eso no podía ser, así que le dí una ”tragantá” en el cuello y empecé a insultarlo, le llamé niñato de mierda, pijo asqueroso y no sé qué más, pero le ordené tajantemente que se fuera de allí que no quería verlo nunca más. El chaval me quería, me respetaba como gurú. Se desconcertó, se vino abajo, se cortó y se fue. Nunca más lo he vuelto a ver. Todavía me duele.
El espacio se ocupa según el tiempo y mientras menos tiempo estuviese allí, mucho mejor para mí y para Italia en general; de modo que salí y me dirigí donde estaba el coche negro y aceptaron que esa no era la manera. Yo, pensando en irme de Madrid, les dije que me dejaran su teléfono y que les llamaría cuando viese algo, vi que tragaban y me adorné diciendo que “A ver si ahora que voy a meterme en el lío me detienen otros y la cago”. Me dieron suficientes garantías y quedamos que les llamaría no más tarde de tres días. Cuando vi que se montaban en el coche y se iban me entró una flojera en las piernas y me tuve que sentar en el escalón de un portal. No me lo podía creer, se habían ido.¿Se habrían creído que los iba a llamar? ¿Qué iba a trabajar con ellos…? No lo creo, pero entonces sí lo creí y me asusté una barbaridad, porque, por supuesto, no pensaba hacerlo; así que empecé otra vez por el principio, fui a casa de Gonzalo, me dio dinero y me despedí con intención de irme esa misma noche a Sevilla a casa de mi madre, que tenía mi tutela judicial.
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