
Hoy me han cedido el asiento. Es la primera vez que me sucede. Ha sido una bofetada de realidad. Porque uno no es consciente de cómo te ven los demás hasta que suceden este tipo de cosas. El primer golpe es cuando las chavalas empiezan a llamarte de usted. Por ejemplo con el por entonces clásico «¿TIene usted hora?». Hoy tienen móvil y ya no preguntan. Luego se generaliza al resto de humanos con los que te relacionas por primera vez. En muchos casos es formalismo, pura educación. Y para romper el hielo siempre comento «De tú por favor. No me hagas mayor de lo que soy». Pero que te cedan el asiento es ya otro nivel.
Había quedado a comer con el gran Ele Juárez. Me invitaba a un japonés de categoría. Vi que la mejor manera de llegar era en metro: cinco estaciones y 800 metro a pié o un transbordo de una parada. Subí al vagón. Y de repente una estilosa rubia oriental se levanta y deja libre su asiento. Sin mediar palabra. Dejé pasar un tiempo prudencial antes de sentarme. No supe si debía darle las gracias o no. Llegué a pensar que se bajaría en la siguiente estación. No lo hizo. Y quedaron un par de asientos libres. No ocupó ninguno. Cuando se bajó en la siguiente parada me di cuenta de su altura, en comparación con quienes entraban y salían. Podría haber sido una modelo. De cualquier manera esto había sido una premonición.
Después de la excelente comida con Ele hice el trayecto de vuelta en metro. Tras el transbordo, un treintañero rapado y con cascos de repente se levanta y me dice «Por favor siéntese». Me quedé petrificado. Acerté a balbucear «No, no hace falta». Insistió. Y yo «No, de verdad». Hasta que escuché la lapidaria frase que me sentenciaba: «No puede ser. Me moriría de vergüenza verle de pie y yo sentado». Solo pude decir, con la cabeza baja, que quien estaba avergonzado era yo. Y me senté. Sin mirar a nadie.
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