26 de diciembre de 2009
Tarde y mal, ustedes perdonen, vuelvo a este elmundano de mi corazoncito para avivar el rescoldo navideño y desearles felices fiestas; también, para decir que en estos días de clima blanco y nieve en vena contemplé, como muchos de ustedes, Avatar, ya saben, la cosita azulona del tal James Cameron, fulano que practica la escabechina del cine actual y futuro con vocación de señor importante, como si el 3D, o sea, la tecnología, lo equiparara con Billy Wilder. Cuidado, no nos manchemos la boca. Largar que Cameron, eficiente inventor, brilla a esa altura resulta idiota y, sobre todo, torpe, por cuanto anula el adjetivo a golpe de laxitud. Aplaudo sus habilidades técnicas, pero coño, equiparar las mañas visuales de Avatar con el sudor con hielo muy picado que asoma en M de Fritz Lang, con los rojos verdes y los cielos en copa baja, rebosantes de sangre, de Centauros Del Desierto, etc., con la inteligencia y clase que destilan, por no acudir a los clásicos y hablar de anteayer, Enemigo Público, Up, o Precious, equivale a decir que el inventor del acrílico y Pollock juegan en idéntica escuadra, y no.
Cameron debiera de postularse a la presidencia de una hipotética Internacional del Mal Gusto. O sea, la liga norte del dorado, el estampado felino y la fotografía de torsos masculinos con bebé incorporado, tan propias, las citadas fotos, de los bares dominicales en los que las parejas en vísperas de nada juegan al trivial y entretienen la nausea. En Avatar cada paisaje es sinónimo de fosforescencia, cada hierbajo luce con propiedades dignas de postal incendiada, con levantiscos y melancólicos crepúsculos dignos de El Show de Truman, con un no sé qué new wave, entre cienciólogo y patafísico, que deja un enconado regusto a mierda en la pupila.
Encima, milita en el posmodernismo recalcitrante. Su rollo en favor de los indios azules hace buena, qué digo buena, buenísima, digna de reverencia y mármol, hija de dioses y tal, Bailando Con Lobos. Avatar vampiriza el argumento de mil westerns escritos con un encefalograma infinitamente menos romo que el que nos ocupa. Me recuerda a aquella profesora de antropología que sufrí durante la carrera, la tía, empeñada en que la penicilina, el jabón, la imprenta o el teléfono arruinaron el paraíso virginal donde ella, tan lírica, tan soñadora, tan ilustremente boba, hubiera correteado cual mariposa apache. Avatar, vómito puro, alcanza uno de los momentos más involuntariamente cómicos de la historia del cine cuando los indígenas se conectan al latido de la tierra por el procedimiento de ¡enchufar sus coletas a los capullos en flor que brotan de los arbustos! No, no bromeo, ni acabo de beberme en dos tragos y medio la botella de Johnny Walker. ¿El futuro del cine? Uh, dejemos que Cameron salga muy de noche, coloteando, a devorar taquillas. En cuanto a mí, qué quieren, mucho mejor vadear las montañas de nieve negra que salpican la 125, comprar un perrito caliente, calcular la hora a partir de las sombras que proyecta el Empire State Building, aliviar mi estreñimiento o no, comprarme un cactus, curar el constipado con frenadoles, ponerme provenzal y atizarle versos de amor a las tías que veo en la calle, calzarme plumas, quitármelas, lo que sea, cualquier cosa, antes que volver a ver una película atroz, a la que uno sólo puede defender con el argumento de la evasión, la bendita, socorrida, jodida evasión, si lo que en verdad te pone, flipa y alimenta, lo que te evade, vamos, es zamparte tres horas de discursos intelectualmente ineptos, bien rebozados de fotografía visualmente macarra y emponzoñados hasta la bola con unas interpretaciones emocionalmente planas. Vamos, que evasión, lo que se dice evasión y no puro cabreo, mala hostia homicida, ganas de incendiar el Reichstag, etc., sólo te la proporcionará Avatar si lo tuyo son Zafón, Coelho y cía., no sé si me explico.
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