El cuarto especial de Cuadernos Efe Eme está dedicado a Miguel Ríos. Es un monográfico de 224 páginas repasando toda su trayectoria.
En este 2022 el gran Miguel Ríos estará de conmemoraciones: celebra los 60 años de sus primeras grabaciones y los 40 del histórico «Rock & Ríos» (con un concierto el 12 de marzo en el WiZink). Además de todo esto se está rodando un «Imprescindibles» para la 2.
El Cuadernos Efe Eme, aparte de una extensa conversación con Miguel Ríos, contiene entrevistas con Carlos Narea y José Nortes, sus dos productores más destacados, así como cronología y reseñas de toda su discografía. Escriben Diego A. Manrique, Luis Lapuente, Juan Puchades, Arancha Moreno, Julio Valdeón, Eduardo Tébar, César Campoy, Tito Lesende, César Prieto, Javier M. Alcaraz y José Miguel Valle. Se intercalan fotos de ayer y hoy (muchas son de Domingo J. Casas).
Lo malo de escribir sobre Bob Dylan es la sobredosis de textos previos. Todo dios ha largado, mejor o peor, sobre nuestro hombre. El propio Bob, luciendo mueca canalla, anima a que le dediques tu propio libro. Otro más. Quién sabe, sonríe taimado. A lo mejor hasta entregas una obra maestra. Liado con otros proyectos, también yo considero la posibilidad de elaborar uno. Dudo, entre otros asuntos, respecto al periodo. ¿Los últimos quince años? Mmm, los editores aplaudirían: desde «Time Out Of Mind» entrega discos a ratos soberbios, a veces desiguales, nunca marrulleros. Hoy, más que nunca, Dylan mola. Luce fetén. Concita babeante unanimidad. Acumula premios (Polar, Oscar, Grammy, Pulizter), desbordados elogios críticos en Mojo, Uncut o el Village Voice. Ventas sorprendentes por nutridas.
No olvido que hubo un tiempo, entre 1978 y finales de los noventa (descontado «Oh Mercy«, 1989), que sólo concitaba burlas. Recuerden el sonido cutrísimo de «Street Legal» (redimido siglos más tarde al ser remasterizado), la traición perpetrada al pasarse al cristianismo («SlowTtrain Coming«, «Saved«, «Shot Of Love«). Ah, su claudicación a la fétida fiebre ochentera («Empire Burlesque«, coproducido por el nefasto Arthur Baker), donde machaca joyas de munición pesada, como la inolvidable «When The Night Comes Falling From The Sky«; menos mal que seis años después Jeff Rosen, mánager, archivero mayor, fiel y sagaz escudero, recuperó la impactante toma junto a Steve Van Zandt y Roy Bittan). O sus pésimas elecciones a la hora de elegir canciones, abandonando en demasiadas ocasiones las mejores guiado por un instinto que flaqueaba (las dudas comenzaron mucho antes. En 1973 a punto estuvo de suprimir «Forever Young» de «Planet Waves«: todo porque la noche en la que fue grabada la novia de Lou Kemp la escuchó en el estudio y, perspicaz ella, largó, « ¡Venga Bob! No me digas que a tu edad te estás volviendo sensiblero»). O las decepciones: «Under The Red Sky«, 1990, la esperada continuación de «Oh Mercy«, grabada con demasiadas estrellas, a caballo de los conciertos, con una producción estreñida. Qué me dicen de las indefendibles chapuzas, tipo «Knocked Out Loaded» o «Down In The Groove«. ¿Y los conciertos lamentables? Cualquier motivo valía para crucificarlo. A veces con razón. Otras, sólo explicable por la ignorancia de algunos, el esnobismo de otros (premio para Siouxsie Sioux, de Siouxsie and the Banshees) y el evidente horror que provocaba en las jóvenes generaciones de intérpretes gravitar en torno de una estrella tan masiva. Tan capaz de achicharrarte si acercas el morro. Dylan, mago de las mil voces, hacedor de turbulentas letras y melodías, regaló noches, bolos, sesiones, en las que parecía empeñado en practicarse un baño de gasolina y fuego. Hastiado de la adoración, del mito, encadenado a una fama paralizante, aburrido de sí mismo, arramplando de paso con varias cosechas de malta escocés, cartografiaba su penúltima hazaña: un suicidio artístico en cámara lenta.
Sin embargo Clynton Heylin no exagera cuando explica que el periodo 1978-1983 merece aislarse de la debacle. Equiparable, por la abrumadora cantidad de grabaciones apoteósicas, por la furia de sus directos, a cualquiera de las épocas, digamos, santificadas. A la del trovador acústico y concienciado. A la de la trilogía eléctrica. A la del retiro en Woodstock, con «John Wesley Harding«, las «Cintas Del Sótano» y el bellísimo country de «Nashville Skyline«. Similar, en logros, a la que comprende «Blood On The Tracks«, «Desire» y la Rolling Thunder Revue… O a la actual, donde a mi juicio brilla imbatible «Love And Theft» (2001). Detrás caminan «Modern Times» (2006) y, algo más lejos, «Together Through Life«, (2009), donde la única obra maestra indisputable sería «Forgetful Heart«. Pero como me explicó Heylin, «Julio, una obra maestra es una más de lo que yo, tan crítico a veces con Dylan, he hecho jamás». Mención aparte merece el misterioso y poético «Tell Tale Signs«, imprescindible para armar el puzle desde 1997.
En una cervecería de Williamsburg, sorbiendo un café con hielo mientras servidor apuraba una cerveza, en un mediodía solar, naranja, con puestos de libros a la puerta y parejas hipsters más allá de los ventanales, asentimos. Si existe un lapso mal comprendido y peor estudiado, eclipsado por la suma de errores, por la catarata de baratijas que vino luego, arranca con «Slow Train Coming» y culmina en «Infidels«.
Hagan la prueba, doblando la apuesta.
Quiero decir, sin tomar el soberbio tren que produjera Jerry Wexler en los Muscle Shoals de Alabama. ¿Por qué? Bueno, sobre «Slow Train Coming» existe una cierta unanimidad en cuanto a su maestría. El impacto de comprender hasta que punto el periodo es deslumbrante se multiplica si en el reproductor MP3 introduces, sólo, los mejores zarpazos de «Shot Of Love» e «Infidels«. Combinándolos con los que aparecieron en recopilatorios de descartes, oficiales y piratas (búsquenlos en http://www.expectingrain.com; acudiendo a discussions; dándose de alta y, albricias, accediendo a los foros ocultos, caladeros donde bullen miles de grabaciones).
Paso a centrarme en una gema, «Jokerman«. Su análisis ilumina en buena medida lo ocurrido durante esos años.
Hija de «Caribbean Wind«, arranca donde acabó ésta. Fue escrita durante alguna de sus escapadas al Caribe. Mantiene el pulso entre la introspección y el gesto apocalíptico. Aguarda expectante el fin del mundo. Acodado en una trinchera de flores cortadas, charcos de sangre y caballos sin cabeza, el bardo escucha acordeones en las olas. Se equivocan quienes creyeron que «Infidels» marcaba la transición entre sus discos proféticos, de cristiano renacido, y la vuelta a un discurso mundano. Cierto que en directo abandonó la práctica de disparar sermones, recuperaba viejos temas y ya no salía al escenario como plumaje de cruzado. Verdadero que en sus nuevas canciones aparecían vetas ajenas al Antiguo y Nuevo Testamentos. ¿Y? Todos sus discos, desde «Slow Train Coming«, han sido paridos por un poeta místico. Un creyente, yes. Anarcoide. Desesperanzado. Mitad católico y mitad judío. El Dylan laico, si es que alguna vez existió, termina con «Street Legal«, en realidad drapeado de imágenes esotéricas («Changing Of The Guards«) o si me apuran con «Desire«. El Bob profético sigue ahí. Agazapado, en «Red River Shore«, «Ain´t Talkin´» y otras. ¿Por qué habría Bob Dylan de ajustarse al metro patrón cocinado por sus fieles? Desde una fe que el hombre riega a su bola, comprendemos asimilamos mejor su actuación ante el Papa. En absoluto una traición; al menos no contra sí mismo. Como escribió el añorado Javier Ortiz, «Dylan ha sido siempre un inconformista. Siempre. Ahora también. El error está en confundir inconformismo y progresismo, o dar por hecho que el inconformismo va inevitablemente unido a la oposición al sistema capitalista, o a la identificación con las masas oprimidas. Ni el Dylan joven fue un excelso revolucionario socialista ni el Dylan adulto es el meapilas reaccionario que muchos creen. Su inconformismo –el de entonces y el de ahora– le ha llevado siempre a rebelarse, primera y principalmente, contra los intentos de etiquetarlo, de encasillarlo, de hacerlo predecible».
Heylin explica su devoción de forma inequívoca. Una vez que Dylan perdió la fe en la MUJER como diana de sus mejores versos, tras «Blood On The Tracks«, encuentra una nueva causa, la religión, que abraza con la ferocidad antes destinada a esposas, novias, amantes y ligues. Si apenas durante dos años mostró el nuevo rostro a las claras fue por motivos de supervivencia comercial. Se convenció de que de seguir predicando acabaría en las catacumbas de la industria, sección dinosaurios. El sustrato bíblico viene del principio, de sus balbuceos como escritor. Se prolonga hasta la actualidad.
Estos versos: «Eres un hombre de las montañas, caminas sobre las aguas/ Embaucador de multitudes, mezclador de sueños/ Vas a Sodoma y Gomorra/ Pero ¿qué te importa? Nadie querrá allí casarse con tu hermana/ Amigo del mártir, amigo de la mujer deshonrada/ Exploras el horno candente y ves al rico sin nombre». «El Levítico y el Deuteronomio/ La ley de la jungla y el mar son tus únicos maestros». «El fusilero acecha a enfermos y lisiados/ El predicador busca lo mismo: nadie sabe quien llegará primero/ Porras y cañones de agua, gas lacrimógeno, candados/ Cócteles molotov y piedras tras cada cortina/ Jueces sin corazón mueren todas las noches». O estos: «Una mujer ha parido a un príncipe y lo ha vestido de escarlata/ Él se meterá al cura en el bolsillo, pondrá la espada en el fuego/ Sacará de la calle a los huérfanos y los pondrá a los pies de una ramera».
El gran embaucador, payaso supremo, bufón, denuncia tanto a Cristo como al Diablo. Las alusiones bíblicas se multiplican: Mateo, Daniel, Marcos, Lucas o el Apocalipsis, conviven, que para eso hablamos de un literato ilustrado, de un genio que ha leído y asimilado mucho y bien, con alusiones a Keats o la mitología. Pueden encontrar un detallado informe en las notas correspondientes de Letras, el tomazo de Global Rhythm.
Como gran poesía, admite interpretaciones múltiples. El ataque a los falsos maestros. A los políticos con máster en demagogia. A quienes tiran del populismo para besar la entrepierna de la masa y así chupar mejor. Al fondo persiste su afán por rebuscar entre los hallazgos líricos del canon religioso, su erudición no tan exótica y su funesta visión de un mundo que considera condenado sin remisión. Lo que le diferencia de, pongamos, Terrence Malik, de El árbol de la vida, sería la potencia metafórica, la maligna niebla que envenena el conjunto, su fondo oscuro, maldito. Así separamos al alucinado, atormentado burlón, del artista contemplativo y amable, esteticista.
La música, entre tanto, mantiene un tono musculado. Digno de sus mejores poemas épicos. Subiendo y subiendo. En una fórmula patentada que luego otros tomaron y sólo los escogidos supieron aprovechar. Sly & Robbie, ases del reggae, contribuyen con un tejido rítmico jugoso, potente, tropical, flexible. Alan Clark, de Dire Straits, añade capas a los teclados. Las guitarras de Mark Knopfler y Mick Taylor se superponen. Knopfler, de paso, produce. Desesperado. Él, puro british. Incapaz de amoldarse a los perversos e indisciplinados métodos del jefe. A Knopfler le debemos que centrara las sesiones. Que peleara, sin éxito, porque algunas de las mejores canciones no fueran descartadas. También debemos de señalarle como responsable de ese sonido pulcro. Demasiado pulcro. Que chupa el aíre y estropea un poco el resultado, ablandándolo. Bob, claro, trajo las canciones. Escritas durante un periodo de dieciocho meses.
«Jokerman«, una de las principales, ya apuntaba como fija en el disco desde el minuto 1. Lástima que tras convencerse de que la tecnología no siempre es mala comenzara y retocara una y otra vez las partes vocales. El método: Bob grababa y acto seguido, en cualquier rincón del estudio, mientras los músicos descansaban, la reescribía. Hasta entonces hubiera tenido que regrabarla entera. Ahora, gracias a las mesas multipistas, podía grabar y grabar los nuevos versos, cambiar los que no le convencían, etc., sin molestarse en llamar al grupo. Como resultado en «Jokerman» ofrece un texto soberbio pero la interpretación vocal, siendo estupenda, desmerece de la capturada a la primera, el 13 de abril de 1983. Típico de los primeros ochenta: elige versiones inferiores, desecha grandes temas, manosea lo sublime, duda, y acaba liándola.
En este caso, menos.
Aunque suficiente si atendemos a la monumental, salvaje versión que ofreció en el programa de David Letterman. Bob goes punk. Haylin en Still on the road (the songs of Bob Dylan, 1974-2006), texto fundamental a la hora de escribir mi artículo, como decisivas han sido las conversaciones que hemos mantenido: «la canción a veces ha regresado para alcanzar antiguas cimas: notablemente la truncada interpretación que ofreció en show de Letterman, cuando encontró el alma y corazón del tema en una forma que estaba más cerca a «London Calling» que a su encarnación en estudio. Y en Woodstock, en 1994, cuando abrió el concierto más multitudinario del Never Ending Tour, delante de un embarrado mar de cabezas de fans de Green Day, con una canción cuyo significado descansa enteramente en las palabras, que aquella noche enunció con rara precisión, quizá aún tratando de «mantenerse siempre por delante del perseguidor que llevas dentro«».
«Esto ya lo hice mañana», musitaba Charlie Parker en el cuento de Cortázar. Como el mejor Bob Dylan. Con su estudiada desgana, su incapacidad para dar bien en la foto, incluso cuando le conviene, con su hambre de cazador insatisfecho y su pasmosa capacidad para sobrevivir, para continuar vigente, vivo, fresco, a veces oteando el futuro, otras buceando en las tumbas del blues añejo o el country gran reserva. Capaz, como en «Jokerman«, de entregar un temazo, perder fuelle y, sin señal previa, catapultarlo a alturas inimaginables, vertiginosas, incandescentes, en sucesivas indagaciones.
Ha muerto Sidney Lumet. No tenía ordenador o teléfono móvil pero tampoco iba de ludita o antimoderno. De la estirpe de John Ford, hubiera matado al que osara llamarle poeta. Consideraba, como Alfred Hitchcock, que el ama de casa puteada que acudía al cine no quería películas sobre amas de casa puteadas que acuden al cine, sino espectáculos que desencalasen sus rutinas, tiroteos para cortar las raíces del tedio, intrigas y policíacos como antídoto felino para la mierda que burbujea en los telediarios. Era el anciano que no dudaba en ponerse las pilas y grabar sus últimas tres películas en digital. Maestro al que todos reverenciaban en Hollywood aunque nunca lograron sacarlo del Upper West Side neoyorkino. El tipo al que mi amiga Bárbara Celis (estupenda periodista y cineasta), en entrevista para El País, le explicó que el sistema de los estudios era una mierda, porque los mandamases se metían en todo, pero que lo que hay ahora es incluso peor. Los que ponen la pasta, aparte autoritarios, son tiburones para quienes película es sinónimo de accionariado, caja fuerte o bono, muy lejos de los titanes, los Louis B. Meyer, William Fox, David O. Selznick o Irving Thalberg, que forjaron la industria.
Debutó con 12 hombres sin piedad. En Sérpico retrató la mugre que llovía sobre Manhattan, la gusanera en la que se había transformado el departamento de policía. El mismo actor que diera vida al polizonte acorralado, el gran Al Pacino, repitió a sus órdenes en Tarde de perros, comedia trágica, tragicomedia humorística o teatral que entre las paredes de una sucursal bancaria reflexionaba sobre la traición, el miedo, los sueños machacados como cristales en la batidora, la violencia, la televisión y/o el rostro en negativo de América como improbable tierra de oportunidades. Hablando de mitos con biombo tramposo y estudios de televisión putrefactos hay que mencionar Network, quirúrgica visión del desdichado mundo de los platós y sus muñecos que no hacía sino prologar la era de telemierda que nos invade. Con 82 años, a una edad en la que los mitos del cine reciben homenajes pero nunca, jamás, un miserable dólar para seguir rodando, levantó el último de sus proyectos, la tremenda Antes que el diablo sepa que has muerto, cinta terrible, protagonizada por hermanos cabrones, repleta de crímenes cutres, joyerías empapadas de sangre inocente y familias limpiamente sodomizadas por la taladradora de la infame realidad. Philip Seymour Hoffman, Ethan Hawke y Albert Finney trabajaban a pleno rendimiento bajo la escrutadora, inteligente, elegante mirada del maestro.
No siempre hizo lo que quería. Podríamos decir que la vida es dura, el tango sabio y el público caprichoso, que los inversores quieren recuperar rápido la jugada y en numerosas ocasiones le tocó cocinar cine alimenticio, productos para pagar el alquiler o rellenar la nevera. Podríamos, pero sería un error, porque lo mejor de su obra llegó con películas teóricamente convencionales. No necesitaba subrayar en cada plano el duende, que destilaba a raudales y sin quererlo, como en la magnífica y algo olvidada El rey de la ciudad. O en Veredicto final, correoso misil que en manos menos dotadas hubiera conformado un melodrama judicial al uso y que merced a su oído para el diálogo, su ángel guiando a los actores, su sentido del ritmo y su portentosa capacidad visual centellea hoy como uno de los clásicos inmarchitables de los primeros ochenta. A su vera, claro, un Paul Newman inmenso y macerado en whisky. También trabajó con Robert Duval, Charlotte Rampling, James Manson, Sean Connery, Lauren Bacall, Faye Dunaway, Jack Warden, Rod Steiger, Marlon Brando, Ingrid Bergman, James Gandolfini, Henry Fonda o William Holden.
Como llevo sin fumar cuatro semanas evitaré honrarlo levantando una copa, que las carga el diablo y al final siempre acabo ciego de nicotina. Para variar, por una vez, intentaré ser cuidadoso, racional, metódico y listo, o sea, coñazo. Apagaré las luces. Amortajado en sombras esconderé el teléfono. A falta de tabaco, masticaré cine, el que derrochan El prestamista o La noche cae sobre Manhattan. Durante un par de horas servirán como remedio a abstinencias y dolores, a los fantasmas de guardia y los inevitables demonios, lustrosos paréntesis que te susurran al oído nada importa, amor, excepto chutarse el dulce y visceral veneno que besa la pantalla.
Encuentro en Efe Emeuna muy interesante respuesta de un lector, un misterioso G., a mi pieza sobre el regreso de grandes y olvidados artistas. Plantea que España solo produce discos de homenaje. Aleladas recreaciones con alumno famoso interpuesto. Regresos de saldo o mesa camilla. Qué razón tiene. Hubiera matado por disfrutar del, digamos, Tratamiento Rick Rubin, en alguien como Mari Trini. «Alas De Cristal«, lo siento, no me parece EL disco, y ya no será posible. Ídem para Bambino, que bien lo merecía. Ahora, ¿lo merecíamos nosotros? ¿Merecíamos a semejante portento? ¿Merecimos a las Vainica Doble? Puestos a hablar de Carmen y Gloria, ¿merecíamos a Mario Pacheco? Ah, entiendo. El cierre de Nuevos Medios, esa mierda, ese obstáculo en la carrera hacia la libertad del artista, retrógrada imposición entre el angélico creador y su sediento público, solo puede ser bueno… Un paso adelante, dos pasos atrás, ¿no es así, Rodríguez Ibarra, Amador Savater, superviviente a las cenas del miedo, lectores de Vladimir Ilich Lenin, líricos enemigos del intermediario, idealistas guerrilleros en pos de la libertad, románticos francotiradores? Encima, el flamenco (¡y el silbo canario!), es Patrimonio de la Humanidad. ¿O de la UNESCO? Disculpen que nunca recuerde tan pomposos títulos, vomitivo afán nobiliario que apenas sirve para otra cosa que no sea financiar institucionales saraos. Ya saben. Se trata de un país, el nuestro, donde Enrique Morente recibe honores presidenciales en el telediario una vez cumplido el engorroso trámite con las Parcas. Antes no, faltaría. Cuando publicaba maravillas tipo «Omega» no había sitio. No era, sublime conjuro, ah, oh, noticia. No. No provocaba contundentes erecciones entre los directivos de las cadenas. A los buitres de guardia, especialistas en homenajes fúnebres, sordos correveidiles de la náusea, Morente solo les interesa muerto. Pacheco o Nuevos Medios, ni siquiera.
Recuerdo haber leído que Celia Cruz soñaba con grabar un otoñal disco de boleros. Por pereza, imposiciones, mercadotecnia, qué sé yo, no lo hizo. Regresen a «Vasos Vacíos«. Intuyan, si logran contener el vértigo, la rabia, la vergüenza o la pena, cuanto perdimos. Anoten aquí que la culpa concreta es muy posible que fuera de las discográficas. Defender la propiedad intelectual no incluye ser gilipollas, pero, verán, por mucho fenicio que hubiera en ellas, por muchas decisiones discutibles que tomaran, por mucho engendro que patrocinasen, la cultura no es ni será nunca pura nube, algodón rosa, mágico pensamiento que ni moja ni huele ni traspasa, luminiscente fornicación de sonrientes hados, cascabeleros duendes y opalescentes musas. La necesidad de intermediarios, léase productores, etc., con gusto y criterio, parece decisiva. El dinero para costear sus servicios, también.
Volviendo a Celtiberia show, sección utopía, sería histórico el regreso de Pepa Flores con material y dirección a la altura.
La última bala de Sabina pasa por despedir al equipo médico habitual, tan chistoso, tan fraternal, tan AOR, tan gagá. ¡Esas guitarras eléctricas, dios mío! ¡Esos arreglos! ¡Esos teclados! Sobran compositores, instrumentistas, etc., que imagino estarían encantados de alistarse. O no. Asunto distinto es que el Sonetista quiera, o a estas alturas pueda o sepa. Asombroso que cite al Cohen anciano como modelo. Desde luego «The Future» no opera como brújula de «Vinagre Y Rosas«.
Puestos a implorar: que vuelva con lustre Rafael Amador. Ah, si tuviéramos vergüenza Moris disfrutaría de discográfica cómplice, contrato a la altura, lanzamientos cuidados, etc. Y lloro porque la última década de Chavela Vargas ha sido quemada con duetos superfluos, repeticiones ad nauseam del mismo repertorio, etc. De Serrat solo espero que no repita «Dos Pájaros De Un Tiro«, fiesta de chistes con cuarto y mitad de alzheimer. María Jiménez rozó el modelo soñado. Temo que lo suyo fuera un (bello) espejismo. Nunca aprecié mucho las virtudes de Raphael. Reconozco, eso sí, que sería interesante verlo lejos de Miami… y de la pose cool e insufrible, habitual entre sus modernos admiradores.
España, palabrita de Fraga, siempre será diferente. Qué escribo diferente. ¡Exótica! ¿En EEUU recuperan a Johnny Cash? ¿Dice usted Wanda Jackson, Mavis Staples, Solomon Burke, Loretta Lynn, Marianne Faithfull, Bettie Lavette o Kris Kristofferson? Nada, nada. Chorradas. Prescindibles dinosaurios. Nosotros, oiga, gozamos con un resucitado Papito Bosé. Ahora nos visita en Manhattan. Qué suerte tenemos. Bienaventurados los plumillas agraciados con un pase para disfrutar del sublime intérprete, cáustico compositor, inmarchitable crooner. Tan emocionante, vanguardista, independiente, poético y tierno que sus discos debieran de incluir una etiqueta. «Manténgase lejos del alcance de los niños. Si queda expuesto a su escucha durante más de cinco minutos póngase en contacto con el centro de control de envenenamiento. Una dosis mínima basta para infligirse el seppuku«. Algo así.
Remato una crónica para Ruta 66 donde narro un viaje por Mississippi. Región olvidada, cuna del Blues pero también de la segregación, sólo en tiempos recientes sus mandamases políticos parecen comprender la magnitud de la gesta cultural que supusieron los doce compases, reconciliados al fin con el hecho de que fueron los hijos de esclavos, con sus tradiciones de Senegambia, quienes pusieron el territorio en la cartografía del siglo XX. Al hilo de una progresiva recuperación de los lugares históricos, tumbas de músicos, etc., malvive una precaria escena que conserva las esencias de aquella música embriagadora. Al frente del renacimiento figura Roger Stolle, antiguo ejecutivo afincado en St. Louis que abandonó su trabajo y vendió su casa para trasladarse a Clarksdale, lugar sagrado del género, hogar de Muddy Waters cuando vivía de destilar whisky ilegal, tumba de Bessie Smith, puerta del Delta, donde ha levantado una memorable tienda de discos y libros, Cat Head Delta Blues & Folk Art inc. Más importante aún, descubrió que todavía quedan músicos octogenarios tocando las variantes primigenias, hijas directas de las que patentaron Son House o Robert Johnson. Una especie en extinción: lejos de los pirotécnicos solos de guitarra preconizados en los cincuenta por los dos King, Albert y B.B., los Terry Harmonica Bean, T-Model Ford, Pat Thomas, etc., perseveran en el Blues más espartano, hipnótico y crudo, tocan para un público local en garitos zarrapastrosos, apenas les alcanza para subsistir. Gracias a Stolle, que ha grabado a la mayoría, su música no se perderá «como lágrimas en la lluvia». Merced al pequeño sello que montó hoy son reclamados en lugares como Nueva York o Seattle. A la devoción, audacia y, uh, dinero, de un admirador debemos que hayan sido resituados en los mapas. Stolle, ¿es necesario decirlo?, forma parte de la industria, como Richard Berry, primero estafado por la precariedad de ésta y más tarde resarcido gracias a que la posición de los autores ganó fuerza, escritor de «Louie Louie» que en los años cincuenta vendió los derechos de la canción por entre 75 dólares y pudo finalmente participar en los beneficios que había generado cuando 25 años más tarde ganó una demanda (al respecto pueden consultar «The Sound of the City, The Rise of Rock and Roll«, el seminal libro de Charles Gillet). Oh, là, là, la industria, la misma que producía a individuos como George Goldner, que colocaba su nombre junto al de los legítimos escritores de las canciones, caso de «Why Do Fools Fall In Love«, para luego venderlas al mejor postor, la misma industria, porque esta es una historia en claroscuros, que pagaba su sueldo a John Hammond y éste cumplió descubriendo y grabando, contra la opinión de sus superiores, frente al inicial desinterés del público, a Aretha Franklin, Count Basie, Bob Dylan o Leonard Cohen, esa industria que permitía el desarrollo de tipos tan fascinantes como los hermanos Chess o los Etergun, la misma que apoyó a maestros del bluegrass como Bill Monroe cuando apostaron por tomar elementos de la tradición negra, la que en España dio a gente como Gonzalo García Pelayo, sellos como DRO, construida bajo la máxima de que las independientes rastreaban el underground, las grandes fichaban lo más prometedor de entre esa oferta y a cambio las indies seguían ejerciendo de cazatalentos con la oreja cosida al asfalto. Hablemos de la industria, a la que los paladines de la piratería y el libre intercambio de contenidos culturales desprecian, la que fuera Decca o RCA o vive reencarnada en Cat Head, la que en su día fichó a Little Richard, la que logró que el reggae (Chris Blackwell y su Island Records) pasara de fenómeno local, circunscrito a una olvidada isla caribeña, a patrimonio global, responsable de mil y un abusos pero también de innumerables prodigios, de que podamos disfrutar, digamos, de las piezas de Jerry Lee Lewis, Louis Armstrong o Charley Patton restauradas y anotadas gracias a que existen Charly, JSP Records o Catfish, la que en el caso de Stolle justifica la fe en ser humano cuando contemplas como arriesga su capital para conservar y distribuir el trabajo de unos ancianos bluesmen, dignificando de paso sus condiciones de vida.
Obviedades, pero necesarias ahora que el debate respecto al corso sobre la propiedad intelectual alcanza cotas de impresentable sofismo. Con impunidad rampante miles de discos, películas y libros son descargados por un consumidor que en la falta de aranceles legales de Internet ha encontrado la perfecta barra libre. Si Ramoncín o Alejandro Sanz, un suponer, claman contra las descargas ilegales, mil y un internautas anónimos mientan sus discos, familia y allegados, crean foros para verter veneno, etc. Abunda el consabido «vete a poner ladrillos». Ignoran los verdugos la máxima lorquiana según la cual uno es poeta por la gracia de Dios… y del trabajo. Entrañable país, el nuestro, experto en sangre y moscas, donde paseamos al enemigo por las tapias de los cementerios virtuales mientras los nuestros, siempre los nuestros, fusilan a destajo. Hay que azotar al disidente, al que no piensa igual, ridiculizarlo, hacerse el simpático llamándolo enterado, listo, corrupto, ladrón, elitista, suficiente, mafioso, inventarle motes, bucear en su pasado, destripar sus méritos, pasearlo por la vía pública, hacer bufa, rechazar la mesura, la elegancia, la buena educación, la honradez intelectual, tan reaccionarias. En lugar de combatir las ideas, masacrar al individuo, laminar al otro, desintegrarlo, reducirlo a patético payaso, cosificarlo y machacarlo, puag, qué asco, ahí lo tienes, dando lecciones en su palacio de malaquita, entre yates y cochazos, mal español, ejemplo de la antiespaña, uf, que ya sólo merece la misericordia de nuestro bendito garrote, la caricia de la guillotina eléctrica reclamada por Valle.
Como me disparo, mejor centramos el debate.
Aclaremos, por si las dudas, que el canon digital fue una chapuza lamentable, que opino que debe suprimirse.
Con su aprobación pareciera validar cualquier asalto al copyright; de paso, culpabiliza al usuario sin vista, acusación o pruebas. Claro que su torpeza no valida las tropelías, como el pagar impuestos para que limpien tu calle no te exonera de tus obligaciones cívicas, y a nadie se le ocurre protestar cuando lo multan tras mear el empedrado sólo porque antes pagó al ayuntamiento (el ejemplo no es mío, lo leí en un foro hace poco). Pero, ya digo, el dichoso canon fustiga a quien copia para uso privado. Mala cosa por cuanto la copia privada resulta sagrada. Otro asunto será tomarla para distribuirla urbi et orbi si nadie concedió el privilegio. ¿Tan difícil resulta entenderlo, comprender que no es igual pasar un CD a un amigo que difundirlo gratis total entre cientos de miles? Afortunadamente el Tribunal de Justicia de la Unión Europeaha limitado su aplicación (dejando exento de su pago a instituciones y empresas). Algo es algo, aunque insuficiente a mi entender porque el Tribunal, con sede en Luxemburgo, señala que: «no es necesario verificar en modo alguno que éstos hayan realizado efectivamente copias privadas ni que, por lo tanto, hayan causado efectivamente un perjuicio a los autores de obras protegidas«. En el enlace a la noticia encontraran la sentencia completa y las declaraciones de un conocido abogado anti canon.
La Ley Sinde, o lo que de ella quede, arregla poco.
Uno no puede cerrar Webs sin una legislación clara, sin orden judicial previa, a no ser que de una puta vez dejemos claro que es delito y que no, o sea, cuando fijen una ley para Internet, actualizando, de paso, la legislación relativa a la propiedad intelectual. La ley actual, anclada en el viejo mundo de la cinta analógica o, con mucho, del top-manta, rarezas del pleistoceno, no funciona.
Del penoso espectáculo brindado por la clase política española ya ha escrito con eficacia no exenta de amargura Juan Puchades.
Cierto, la industria musical ha cometido numerosos atropellos. Como todas, pero no más que otras industrias.
Mantiene un discutible sistema que en numerosas ocasiones le ha permitido quedarse con los masters. Y consintió el entierro del vinilo. Colocó en su lugar el CD, que prima la comodidad sobre la calidad sonora, un artefacto más barato de fabricar que sin embargo colocaron en el mercado un 30% más caro. La historia del CD, o de cómo entregaron el master, es la de una guerra entre las productoras de hardware, Philips y Sony, frente a las discográficas puras. Concebido en principio para un consumidor de alto poder adquisitivo y enfocado a la música clásica (Deutsche Grammophon era de Polygram/Philips, hoy Universal), serviría como anzuelo para vender sus entonces carísimos aparatos reproductores. Los japoneses, que ya habían perdido la guerra del vídeo a pesar de poseer un formato superior al VHS, Betamax, porque no tenían las películas, compraron CBS. Negocio pingüe, debieron pensar, y durante un tiempo lo fue.
En muchas ocasiones pareciera que disfrutan disparándose al ombligo. Piensen en el libro digital en España, ese espanto, víctima de una plataforma que parece diseñada por sus peores enemigos.
Pero, repito, al amparo de tantos y tan evidentes pasotes engorda un pensamiento lírico que identifica industria y mierda, y va a ser que no, va a resultar que los argumentos que insisten en sus insuficiencias o tropelías aparecen mezclados con malentendidos de consecuencias devastadoras para nuestro futuro económico y cultural. O como ha escrito Arcadi Espada, millones «participan con plena indiferencia moral en esta versión digital del tradicional escalo, que como toda forma de ilegalidad organizada ha segregado una copiosa ideología, destinada a enmascarar el objeto del negocio y a recubrir con ampulosa costra la mala conciencia de los usuarios, que al fin se sienten ladrones con causa».
Con la intención de aportar claves al debate, paso a repasar algunas.
Dicen muchos que si algo les interesa lo descargan; después, si les gusta, lo compran. Permitan que dude. Gracias a YouTube, Myspace o, no digamos, Spotify, uno puede escuchar la producción de un grupo y saber si le interesa. Queda muy elegante decir que una vez que verificamos las bondades de determinado disco procedemos a comprarlo, pero la realidad es que el desplome de las cifras de ventas demuestra que nadie o casi nadie lo hace. Una vez descargado jamás corroboramos su calidad pasando por caja. La discusión es subjetiva, abierta a debate, etc., pero los números, cabritos, desmontan el artificio de una comunidad que primero circula por eMule y después pasa la tarjeta de crédito.
Es entonces que añaden que habría que pagar por lo bueno, pero que la mayoría de las películas, discos, etc., son muy malos.
Entonces, ¿por qué comprarlos tan caros?
Por lo mismo que pagamos por cualquier otro bien o servicio.
Porque resulta entre abracadabrante y estupefaciente considerar la hipótesis de una comisión de sabios o un perpetuo referéndum que disponga precios en función de la siempre discutible genialidad del disco o libro.
El que los precios estén o no inflados no significa que podamos arramplar con el producto.
Si nos parece que nos roban vayamos a magistratura, presentemos la correspondiente denuncia.
Si tampoco es para tanto, si decimos robar en sentido figurado, etc., mejor seamos cautos, evitemos desnaturalizar el lenguaje, vaciarlo de contenido.
Como las discográficas, productoras, etc., son maaalas, como además menuda mierda de discos hacemos en España, servidor, masoca perdido, corre a ponerse ciego de descargas.
Las cifras de ventas de música muestran un desplome del 71,46% en esta pasada década, con un incremento de la piratería -Top Manta y descargas ilegales- inversamente proporcional al descalabro. Y la más perjudicada ha sido la música española: un descenso del 65% en un lustro.
Entonces argumentan que no hay lucro.
Solo compartimos.
Hombre, no hay lucro para quien cuelga el disco en un servidor de intercambio, pero las páginas que los albergan, repletas de publicidad, no digamos aquellas que te piden registro y después venden los datos a empresas externas, ganan pasta, por no hablar, claro, de las teleoperadoras, forrándose a costa de distribuir sin pagar un clavo el trabajo ajeno. No vale, no, que hayamos pagado el disco, igual que el abonar la entrada de cine no autoriza a fletar un autobús para que todos los colegas entren en la sala, igual, en fin, que la dichosa entrada de hoy viernes no sirve para la sesión del sábado. El sonsonete de que otras mercancías, pongamos una humeante barra de pan, se pagan una vez, o sea, no distinguir entre bienes materiales e ideas, ladrillo o patente, camisa y partitura, velocidad o panceta, explica porque primero exiliamos a los afrancesados, después, más broncos, fusilamos a Ramiro de Maeztu en Aravaca, a Lorca en el camino de Víznar; actualmente, posmodernos, aseados, pulcros, nos limitamos al saqueo.
Ya, bueno, pero es que la verdad de la música está en el directo. ¿Quieren dinero? Que actúen. Yo sí voy a conciertos y pago.
Lo de siempre, confundimos autor e intérprete, algo que desde los Beatles y Bob Dylan se da con frecuencia pero que no siempre ha sido o es así. Desde los compositores del Brill Building (Doc Pomus, que escribió entre otras «Save The Last Dance For Me«, o Gerry Goffin&Carole King, autores de, por ejemplo, «Will You Love Me Tomorrow) a la factoría Spector (de la que salieron «Be My Baby» o «Unchained Melody«), hemos disfrutado de la bendita aportación de fulanos que preferían escribir a interpretar, así como de cantantes, Sinatra, Elvis, Camarón, que casi siempre grababan material ajeno. ¿Acaso Leiber & Stoller, autores de muchos de los éxitos de Elvis, no merecían cobrar? Por otro lado afirmar que la verdad palpita en el directo supone incurrir en un ejercicio de meridiana barbarie, olvidar que es el disco el que perdura, el que puede transmitirse a través del tiempo, o que algunos de los más brillantes y elaborados nunca fueron reproducidos en vivo.
Volviendo a los Beatles, sus mejores obras, del «St. Peppers» a «Abbey Road«, coincidieron con el enclaustramiento de un grupo que renunció a tocar en un escenario para consagrarse a la alquimia de la grabación. Pero es que, encima, el músico no tiene porque tocar ante el público si no le da la gana. No distinguir entre la obra grabada y su reproducción en vivo, creer que por pagar la segunda ya abonamos los costos de la primera, es una aparatosa falacia. Y están los músicos, caso del Johnny Cash anciano, que por motivos de salud ya no podían tocar. Pues que les zurzan, cantan los alegres corsarios, que yo no pago por las American Recordings que registró en los noventa.
Santiago González ha publicado en estos días una serie, La culpa es del tomate, en la que trata de arrojar luz en el foso. Compartiendo muchos de sus argumentos, acertando en reclamar por enésima vez que la solución pasa por revisar a fondo la Ley de Propiedad Intelectual, solicitando garantías judiciales para cualquier cierre de Webs, trato de aclarar, sin lograrlo, la razón por la que reproduce unas declaraciones de Manolo Escobar en las que el cantante señalaba que «si a la gente le gusta bajarse las canciones de internet el artista tiene que buscarse su trabajo en otro sitio y punto. Te lo buscas en el teatro». Entrañable, lógico en quien desarrolló buena parte de su carrera en un país desmochado, donde el mundo del espectáculo era un entramado paupérrimo, cuando al artista no le quedaba otra que pasar la gorra de teatro en teatro ante la imposibilidad de que la famélica industria fonográfica nacional, esa que hoy desaparece a velocidad turbo, pudiera ayudarlo. Ojo, Escobar triunfó. Pero el modelo del que habla, grabar un disco como mera presentación de tus espectáculos, ya existía: justo antes de que las discográficas se consolidaran y los reproductores de música fueran asequibles, o sea, hasta los años cincuenta, el negocio pasaba por el directo. A los artistas se les grababa en condiciones penosas, especialmente a los de géneros considerados de baja estofa, como el Blues o el Country, pagándoles miserias, robándoles los derechos de autor, dejándoles fuera de los beneficios que la venta de esos discos para las jukebox de los bares pudieran deparar, condenándolos, en suma, a no controlar lo que registraban ni como se vendía. Como escribía Javier Pérez de Albéniz, ¿vamos nosotros a ser tan hijos de puta como aquellos empresarios? Sólo con el auge del rock and roll, con la aparición de un sólido entramado que agrupaba a managers, abogados, etc., con el acceso de los artistas a la parte del león, pudieron estos negociar con ventaja, marcar la pauta comercial y, en buena medida, creativa. Nace entonces la edad de oro del disco de larga duración, concebido con ambición homogénea y no mera acumulación de canciones, mientras el EP cumplía la terapéutica función de dar salida a los temas más comerciales, a las canciones impares. La irrupción del CD acabó con el modelo, aparecieron más y más discos rellenados con remedos, apurados hasta el último segundo. La irrupción de iTunes demuestra hasta qué punto el consumidor prototípico prefiere el fogonazo casual de una canción determinada, el ritmo de las antiguas FMs con sus listas de éxitos, a la colección que exige tiempo y esfuerzo. Consecuencia indirecta del consumo de temas virtuales, sin soporte físico, es la desaparición del engorroso libreto, ese que daba cuenta de la gente que había trabajado, letra pequeña que sólo interesa a los cuatro bobos que sospechan que detrás de las canciones, libros, películas, hay autores. Tampoco debiera de ser mala la vuelta a las canciones aisladas, si bien reducimos la posibilidad de que aparezca un número suficiente de obras de gran calado. Más corrosivo parece que lo perdido en autoría, firma, nombre, nos lleva de vuelta al arte anónimo, gremial, ese que el romanticismo jubiló para dar paso a la figura del artista autónomo, alumbrado por la individualidad en letras de molde. Que las discográficas, y especialmente que la plataforma iTunes, cobren casi lo mismo por descargar un disco que no necesita de almacenaje, distribución, etc., fomenta el grito en contra del usuario y genera una realidad que lejos de beneficiarles acabará por ahogarlos. Ganancia momentánea, sangría a largo plazo, debieran corregirla. Si pueden… pues le recuerdo que en buena medida los responsables del precio del disco son las grandes superficies comerciales, las mismas que primero ahogaron a las pequeñas tiendas y ahora arrinconan la sección de discos hasta convertirla en algo anecdótico.
Volviendo a Santiago González, había explicado en su artículo que «Internet es un factor que permite a Shakira, por poner un ejemplo, dar conciertos con decenas de miles de asistentes y cobrar por uno de ellos lo que era inimaginable en un artista de su nivel hace quince años. Ya no hace falta organizar un Woodstock, ni ser Julio Iglesias o el difunto Sinatra para atraer al público en las mismas cantidades, pero todos los fines de semana».
No, don Santiago, Shakira da conciertos con decenas de miles de asistentes porque antes hubo una discográfica que pagó durante años para promocionarla, que ha invertido en publicidad, que ha concertado entrevistas y, ejém, presionado a los medios, pagado los vídeos que venden sus canciones, cuñas de radio, apariciones en las emisoras que cobran porque determinado disco suba o no en sus listas, etc. Los grupos que tratan de dar a conocer su producto sin una discográfica fuerte detrás, tirando sólo del boca/oreja, de su página web, Facebook, etc., las pasan putas. En un abrumador porcentaje jamás podrán profesionalizarse. Conozco el percal. Tengo amigos en grupos independientes, gente que se curra la autoedición, representantes de bandas que lo mismo escriben gratis la nota de prensa que participan sin cobrar en el videoclip que otro amigo ha rodado. Con suerte, luego de invertir al menos 12.000 euros de sus bolsillos en grabar un disco, tras casi una década en la brecha, reciben críticas entusiastas de la crítica especializada y logran dar unos 30 conciertos al año con una media de 50 espectadores que pagan 6 euros, o menos, por cabeza. Por supuesto, mantienen trabajos aparte, cómo no, será imposible que en el futuro una compañía les entregue un anticipo para que puedan encerrarse en un estudio durante un año, como hizo Bruce Springsteen cuando grabó más de sesenta canciones y dio forma a «Darkness On The Edge Of Town«. Me pregunto en qué planeta viven quienes cuando al hablar de músicos acuden siempre al ejemplo de Miguel Bosé o similares, si conocen la existencia de revistas como Ruta 66, Rock de Lux o Efe Eme y lo que estas defienden, si saben de Munster Records o Elefant, o Chapa. Pues bien, todo ese colectivo de músicos a la intemperie, con la actual crisis, tiene más difícil que nunca que una discográfica apueste por ellos. Irán a lo seguro, a lo que no falla, a lo único que nuestros intelectuales, que a lo sumo citan a Lennon & McCartney, conocen. Entonces, funesto instante, argumentamos que los músicos, autores incluidos, ya cobran cuando entregan su disco. Lo que buscan, enemigos del pueblo, es seguir ganando pasta gansa por el mismo producto, ¡el mismo! toda su vida.
Cierto que las grandes estrellas cobran generosos anticipos, pero la inmensa mayoría de los músicos apenas recibe adelantos. Los beneficios llegan, de llegar, si el disco vende. El disco, por cierto, exige pagar no sólo al grupo o cantante de marras, que verá compensado su esfuerzo si hay royalties, sino también a los instrumentistas de sesión, ingenieros, productores, etc. Decir que hoy cualquiera puede grabar por cuatro perras en su casa equivale a ignorar con malicia que las obras de Sinatra en Columbia y Capitol, con aquellas grandes orquestas, jamás podrán realizarse en tu habitación, o que el «Blonde On Blonde» de Bob Dylan jamás hubiera supurado aquel sonido de mercurio líquido de no haber contratado Columbia a un ejército de soberbios mercenarios en Nashville, o que la propia Nashville, hervidero de estudios y músicos de alquiler, sería impensable de no existir ingresos para mantenerla. Estudios como Stax, en Memphis, o Muscle Shoals o FAME, en Alabama, germinaron el periodo dorado del Soul merced a que alguien pagaba el desplazamiento de las Aretha Franklyn, Etta James, Wilson Pickett, Arthur Alexander, Clarence Carter, Joe Tex, etc., hasta los lugares donde un ejército de compositores, músicos, productores, etc. (Rick Hall, Dan Penn, Barry Beckett, Jimmy Johnson, Jerry Wexler, Booker T & the MG´s, Jim Stewart, StelleAxton, Chips Moman, Isaac Hayes, David Porter, Spooner Oldham, etc.), daba lugar a aquel sonido. Detroit jamás hubiera dado el soul de los setenta de no haber existido la infraestructura de unos estudios, Motown, que posibilitaron que naciera un estilo con marchamo único. El Rock and Roll, tal y como lo entendemos, nace en el minúsculo estudio de Sun Records porque un buen día un fulano que hasta entonces trabajaba como empleado de hotel decidió jugársela, alquilar un local, construir el estudio con sus manos, fichar talentos locales, ayudarles a buscar un sonido, grabarlos, etc. Me refiero, claro, a Sam Phillips, y entre sus descubrimientos figuran tipos como Howlin’ Wolf, Ike Turner, Elvis Presley, Jerry Lee Lewis, Johnny Cash, Conway Twitty, Roy Orbison, Carl Perkins o Charley Rich. Decir que sin Phillips también hubieran creado el rock and roll es pura-historia ficción, hipótesis no demostrable que dejamos para partidarios de desentrañar los etéreos genitales de los querubines.
Hagan la prueba.
Tomen un disco de la estantería, que se yo, «Lady In Satin«, inoxidable clásico de 1958 de Billie Holiday. Se trata de un álbum de canciones muy reconocibles en el que una cuasi agonizante Holiday, completamente alcoholizada, mezclaba su machacada garganta con vientos y cuerdas. Para empezar, está el asunto de las composiciones: todas ajenas, debidas a la pluma de escritores como S. Edwards, E. Bretton, D. Meyer, J. Van Heusen, H. Carmichel, J.F. Coots, etc. Todos ellos, y sus herederos, bien merecen que sus creaciones, «I´m A Fool To Want You«, «For Heaven’s Shake«, «It’s Easy To Remember«, «But Beautiful«, etc. les generen dinero, y la parte del león ha llegado con el paso de las décadas, cuando Holiday ha sido elevada al panteón de las grandes figuras del género. Por otro lado el disco cuenta con la inestimable participación en cada corte de la orquesta de Ray Ellis, responsable de los nuevos arreglos y director de un conjunto de cuarenta músicos en el que tocaban tipos de la categoría de Mele Davis, Urbie Green, Romeo Penque, Phil Bodner, Tom Mitchell, Danny Bank, etc., a los que, vaya por dios, hubo que alojar y pagar. Luego está, maldita sea, la figura del ingeniero, Fred Plaut, y cómo no el productor, Irving Townsend, en absoluto superfluo: aparte de coordinar las sesiones, enhebrar un sonido particular, aconsejar a los implicados, dirigir la post-producción, etc., tuvo que ejercer como psicólogo particular de Holiday, ayudándola a apaciguar sus demonios junto con el solícito Ellis. Por supuesto, fue necesario un estudio de gran calidad, repleto de cacharritos de última generación que captaran hasta la última voluta de unas interpretaciones que paseaban por el filo del cuchillo. Ellis, por cierto, decidió los arreglos y el repertorio luego de comprar y estudiarse todas las grabaciones disponibles de Holiday, por cuanto no basta con conocer del directo a un intérprete para planificar cómo será el disco, y cada uno de esos artefactos, sí, también requirió del trabajo de un nutrido grupo de expertos. Más todavía: el disco que ahora disfrutamos es una remasterización realizada en 1997 por Phil Shaap, experto al que debíamos, entre otras primorosas restauraciones, la de «Miles Davis & Gil Evans: the complete Columbia Recordings«, fastuosa caja en las que junto al ingeniero Mark Wilder, con el que también colabora en «Lady In Satin«, desarrollaron una complicada técnica para combinar las pistas originalmente grabadas en mono y estéreo, y así poder editarlas en dos ediciones diferenciadas. Junto a ellos, en los estudios que Sony Music posee en Nueva York, trabajaron el director del proyecto, Seth Rothstein, la ingeniera Debra Parkinson, los diseñadores gráficos Howard Fritzson y Randall Martin, el fotógrafo Don Hunstein, etc. Huelga decir que se beneficiaron de años de trabajo previo en el que los estudios ha desarrollado máquinas y programas que permiten la restauración de discos añejos en pésimo estado. Como escribía Diego A. Manrique hablando de la posible desaparición de Abbey Road, los míticos estudios donde los Beatles grababan, «Ocurre que los grandes estudios son depositarios de un savoir faire que resume décadas de errores, enmiendas, experimentos. Se necesitan unos micrófonos, un espacio, unos oídos expertos para grabar adecuadamente una batería, unos metales, unas cuerdas. Los bárbaros que proponían piqueta para Abbey Road seguramente ignoraban que, aparte de cargarse puestos de trabajo para técnicos y músicos, desaparecería un conocimiento único». Cuando la gente insiste en que si compra la edición remasterizada de los Beatles ya habrá pagado tres veces por las mismas canciones incurre en el pecado que venimos denunciando, obvia la costosísima orfebrería, décadas de magisterio e inventiva que la gente de Abbey Road y otros estudios han invertido. Discos como «Hot Rats«, de Frank Zappa, fueron posibles merced a la inversión en tecnología, al salto de las ocho pistas que dominaban en los sesenta a las dieciséis, mucho más flexibles, de los setenta. TASCAM, Heat y otras consolas sustituían a los viejos equipos de cuatro y ocho pistas, revolucionarios en su momento.
Ok., pero erre que erre una cosa es la música y otra la industria, y olé.
Todos esos discos, estilos, etc., existen porque hubo quien machacó sus neuronas, exprimió sus recursos y dedicó cientos o miles de horas a parirlos y difundirlos. Que nos parezca mal que luego quieran recuperar la inversión, en muchos casos para evitar la quiebra, da pena; que en contadas, gloriosas ocasiones algunos llegaran a hacerse ricos y nos parezca mal es propio de envidiosos incapaces de celebrar que uno entre mil músicos no viva como un perro y muera pobre, que alguno, sólo alguno de entre los tipos que nos hicieron felices, sea recompensado. Pero cuidado con los argumentos sentimentales, siempre pringosos. Sin apelar al agradecimiento, lo sustancial es que, salvo vuelta a las barricadas o triunfo de los soviets vivimos en un sistema capitalista, creemos en la retribución del trabajo, la propiedad privada y la acumulación de capitales; resulta, pues, sonrojante, que el consenso al respecto sea unánime excepto en el caso de los creadores. Más que apostar por la redistribución de la riqueza o la colectivización de la propiedad se trata de prístino latrocinio, robo descarado al que disfrazamos con máscara utopista para ocultar su amoralidad.
El siguiente argumento, o sea, que la cultura debe ser gratuita y universal, queda así respondido. Lo que debe ser gratuito y universal será la educación y la sanidad. La única posibilidad que existe para que la cultura fuera gratis es que estuviera completamente subvencionada, al cabo sometida al comisariado político de turno y el reparto de prebendas. No parece aconsejable que el dinero de los impuestos deba irse allí. Asunto distinto es la protección de una industria cultural que, en toda su amplitud, suponía en España el 4% del PIB, lo mismo, para entendernos, que la del automóvil, pero mientras la primera ha visto como más de ochocientas empresas, entre discográficas, distribuidoras, tiendas, etc., quebraba en apenas cinco años, con la consiguiente destrucción de empleo y perdida de mano de obra cualificada, la segunda sí parece de interés nacional. Así el gobierno subvenciona la compra de un coche nuevo. A todos nos parece bien, ¡cómo no! Ahora, si ayuda, pongamos, a la industria musical, hablamos de los chupópteros de la ceja, titiriteros y demás ralea. Lamentable, en fin, no distinguir entre la ideología del creador y su obra. El odio al contrincante nubla la evidencia de que resulta bueno para el país la existencia de una industria cultural bien musculada. Tanto unos, unidos por la repugnancia que les generan Sabina, etc., como otros, incapaces de reconocer, un suponer, que Jaime Campmany escribía de cine, no vemos más allá del disolvente prejuicio, hijos de esa España trágica que «ha de helarte el corazón», como tan certeramente recordaba Santiago González, profesionales en el caníbal arte de destriparnos sin pausa ni sentido de Estado ni gaita que lo acune.
Porque, señores, vivimos presos «del pensamiento mágico. Aquí creemos que la música grabada brota sola, que no necesita inversiones. Los centinelas de la cultura no leen la letra pequeña: solo cuenta el artista, aparentemente un fenómeno natural e inevitable. Se está extinguiendo la industria fonográfica nacional y ni siquiera quedará constancia escrita de sus afanes. Como si fuera una extraña artesanía tercermundista, a explorar por futuros mu-sicólogos de Ohio o Nanterre» (Diego A. Manrique dixit). Nuevos Medios, responsable del Nuevo Flamenco, podría quebrar y no pasa nada, nadie llora, nadie reclama, nadie se moviliza, nadie, faltaría, compra sus discos. Pues sepan que gracias a héroes como Mario Pacheco, recientemente fallecido, Ketama grabó con Toumani Dibate su seminal «Songhai«, el Flamenco-Blues de Pata Negra existe porque metió a los Amador en el estudio y reclutó a fenómenos como Carlos Lencero. Gracias a que viajó a Inglaterra y firmó un acuerdo con Factory, otro sello indispensable, trajo a New Order o los Smiths. A su muerte el país estaba demasiado ocupado en celebrar que el Flamenco ha sido declarado patrimonio de la humanidad y no sé cuantas ampulosas chorradas más como para preocuparse de que sus dinamos culturales desaparezcan sin posibilidad de reemplazo ni tejido económico que asegure la continuidad del empeño al que dedicaron sus vidas.
¿Otro ejemplo?
OK.
¿Recuerdan cómo Los Rodríguez salvaron el culo del rock and roll en español en los noventa? Su primer disco, Buena suerte, pasó desapercibido porque editaron en una compañía, Pasión, minúscula. Sólo tras el salto a DRO/GASA (adquiridos por Warner)abandonaron las penalidades. Merced al éxito de sus últimas dos obras, en especial del recopilatorio «Para No Olvidar«, Calamaro afrontó una carrera en solitario con garantías (durante su anterior etapa, luego del periodo junto a Los abuelos de la nada, ya había facturado discos magníficos, caso de «Nadie sale Vivo De Aquí«, de los que casi nadie supo). Con DRO pagando, entre otras menudencias, la grabación de su nuevo disco en Nueva York (bajo las órdenes de Joe Blaney y junto a la flor y nata de los instrumentistas de Manhattan, como Marc Ribot), «Alta Suciedad» fue un pelotazo. El dinero obtenido sirvió para que dedicase los siguientes dos años a parir su obra magna, «Honestidad Brutal«. Más interesante aún, sufragó el encierro, sin giras ni leches, que dio lugar a «El Salmón«. Fabulosa contradicción: el quíntuple mastodóntico aparece hoy como emblema de la creación a contracorriente, enfrentada a la industria y sus servidumbres. Sin embargo, si Andrés hubiera estado sometido a la necesidad de girar continuamente, desprovisto de unos generosos derechos de autor, acaso no exixtiría. Suele ocurrir cuando el artista no disfruta de una generosa herencia.
La generación de ideas no es lujo de cuatro. Constituye, junto al lenguaje y la memoria, los mimbres de lo que entendemos por humano. Haríamos bien en considerar que algo cruje en un país que chulea a sus músicos, insulta a sus cineastas, exilia a sus científicos y, en general, baña con gasolina la osamenta que permitiría a las nuevas generaciones vivir de la creación. Me espanta, por reaccionario, acusar a los jóvenes de esto y lo otro, descreo, por banal, vago e injusto, del pensamiento calcificado que insiste en culparlos de todas las pestes, pero sospecho, con amarga prodigalidad, que habitamos en una nación esquizofrénica, donde los escándalos por corrupción urbanística no son sino síntoma o reflejo de otras miasmas, donde la gente, por ejemplo, acude al Corte Inglés a comprar un traje para una boda, lo devuelve a las 24 horas luego de haberlo usado en el festejo, so pretexto de que no le vale, y los amigos, jocosos, celebrarán su garbo, su donosa facilidad para el trapicheo, su graciosa inventiva.
Habrá quien diga que no pasa nada si «El Salmón» no hubiera existido, si los Beatles no hubieran dispuesto de las maravillosas innovaciones tecnológicas desarrolladas por sus ingenieros que tanto contribuyeron a la gestación de «Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band«, si a los Stones no les hubiera alcanzado para alquilar Necollete, sumergirse en su tóxico sótano y grabar «Exile On Main Street«, si la figura del productor profesional sobrase y ya no hubiera un Rick Rubin dispuesto a trabajar con Johnny Cash, un Joe Henry amparado por Fat Possum Records que resucitara la carrera de Solomon Burke, un Daniel Lanois haciendo magia en una casona de Nueva Orleans para que Dylan pariera «Oh Mercy«. Dirán que fue prescindible Tony Wilson y su labor junto a Joy Division, Cabaret Voltaire, Happy Mondays, New Order, etc., que T-Model Ford, a sus noventa años, debe tocar hasta que palme sobre las tablas si quiere seguir alimentando a su nutrida familia, que sobran futuros Gay Mercader, que nos colocó en la primera división de las giras, o nuevos Emilio Cañil, que montó Discoplay y ayudó a introducir el catálogo de Folkways (Pete Seeger, Woody Guthrie, Cisco Houston, etc.). Insistirán en que no necesitamos a profesionales como Vicente Mariskal Romero, Jaime Gonzalo o Ignacio Juliá, que da igual si la papilla de Kiss FM sustituye a los locutores con gusto y talento, a tipos como Juan de Pablos, o que los conocimientos, y el estudio, de Paco Loco no beneficiaron a Australian Blonde, Nacho Vegas, Migala, Tachenko, El Hijo o Manta Ray. Creerán que el mundo hubiera sido igual de no haber alquilado aquel teatro Jim Stewart, de no haber colaborado Bob Johnston con algunas de las luminarias de los sesenta, de no haber fundado Servando Carvallar sus Discos Radioactivos Organizados, ofreciendo un paraguas a Siniestro Total, Parálisis Permanente, Loquillo, o Gabinete Caligari (estos dos últimos firmados al sello Tres Cipreses, que tanta ayuda recibieron de Servando).
Pésimo negocio, éste de situar al borde de la extinción la figura del artista que merced a su trabajo pudo emanciparse del mecenas, del intelectual surgido tras el triunfo de los ideales ilustrados y su corroboración económica en el XIX (como muy bien explicó Francisco Umbral en «Lorca, poeta maldito«). «Judío que vive en Praga y escribe en alemán» (Manuel Vázquez Montalbándixit) me subleva la deriva ideológica actual, que imagina el arte como una suerte de materia fluyente, mágica, que llega celeste sin intermediarios, rutilante maná, ajeno a la sociedad mercantil, libre de profesionales, medios o corroboración económica. Si seguimos así los cantantes volverán a mendigar las gracias del señorito. El escriba que abandonó el palacio carecerá de recursos, tiempo y dinero para desarrollar su obra, demasiado ocupado en representarse y promocionarse, cortados los recursos externos y, al cabo, democráticos, siervo otra vez mientras los ciegos, creyentes en la religión del gratis total, celebran el advenimiento de un sueño igualitario que en realidad nada iguala, que azufrará los campos, y bien que lloraremos.
P.D.: Hablé, en general, de música y músicos, de lejos el colectivo más castigado, marginado por los políticos, con un IVA del 18% sobre los discos, incomprendido por la intelectualidad al mando, tan analfabeta en cuestiones musicales, pero argumentos similares podrían haberse empleado para defender, no sé, la necesidad de la industria editorial, para abocetar la importancia de Carlos Barral, Mario Muchnik o Jorge Herralde, para glosar lo que significó Josep Vergés y como la revista/editorial Destino ayudó a gente como el citado Umbral, Miguel Delibes o Josep Pla, etc.
La decisión respecto a qué saldrá corresponde a Springsteen y Landau. Imagino que, lejos de los austeros lanzamientos de antaño, Columbia apoya una box-set monumental, o al menos una serie de productos que vayan de lo esencial a lo goloso. Más aún cuando a finales de los noventa Bruce rubricó un contrato multimillonario… cuya amortización depende en buena medida de cómo aprovechen el archivo. Centenares de audios y vídeos de conciertos más un número indeterminado de canciones inéditas descansan en una sala acondicionada a tal uso. Para que se hagan una idea de lo que resta por explorar: «Tracks«, la caja de outakes del 98, ocupaba 4 cds, cuando los planes iniciales fueron de 10 y más adelante 8, y aún así no exprimía la totalidad del tesoro. Dicho de otra forma, de las 300 canciones que Toby Scott, su archivista, le envió para considerar, sólo usaron 66.
Respecto al «Darkness…«, hablamos del periplo artístico y humano que cimentó al Springsteen que conocemos. Minutaje ajustado, abandono de las querencias por el jazz, de la verborrea dylanita y la huella de Van Morrison en favor de las Ronettes y Jerry Lee Lewis, influencia de Terrence Malick, Scorsese o Ford, ecos de Hank Williams y Woody Guthrie, el descubrimiento de la clase obrera y sus sueños y/o fracasos como veta de la que extraer materiales candentes. Todo ello figurará en el documental The promise: the making of darkness on the edge of town. Según deducimos de las declaraciones hechas por Van Zandt y otros en los últimos meses, iría acompañado de un disco con descartes. Tienen para elegir: al menos 43 sin contar los que figuran en «Tracks» y las canciones que regaló a Patti Smith («Because The Night«), Pointer Sisters («Fire«), Southside Johnny («Hearts Of Stone«), etc. «The Promise«, «The Way«, «Preacher’s Daugther«, «Spanish Eyes«, «Janey Needs A Shooter«, etc., figuran entre lo mejor de su repertorio. Otras, como «Castaway«, «Crazy Rocker«, «I’m Going Back«, «What’s The Matter Little Darling» o «Get That Feeling» figurarían en cualquiera de sus discos sin menoscabo. Lo dejó claro el propio Landau durante la entrevista telefónica que mantuvimos mientras servidor tecleaba American Madness: «Nos levantábamos a medio día e íbamos al estudio. Tocábamos hasta las cuatro o las cinco de la mañana y vuelta a empezar». Trabajaron como galeotes, desde principios de junio del 77 a marzo del 78.
Respecto a los conciertos…
Sabemos que existen grabaciones en vídeo del Vets Memorial Coliseum en Arizona (la peor elección por cuanto el repertorio se queda corto en minutaje y canciones) y de Largo, Maryland, con estupendas versiones del «Summetime Blues» y «Factory«. Se dice que del Madison Square Garden fueron filmadas las noches segunda y tercera de una serie de tres, fantásticas. Después queda Houston, mi favorito, de diciembre, que en la actualidad circula en cinta de audio de baja calidad. En blanco y negro, Teatro Capitol, Passaic, Nueva Jersey, brutal, épico, pero que difícilmente cuenta por, bueno, por ser en b/n. Del pandemónium del Winterland, 15 de diciembre del 78, también creemos que existe vídeo, más los derechos pertenecen a la empresa que compró el material de Bill Graham; dudoso que gasten cientos de miles de dólares en ello. Tampoco lloraríamos, aunque sea del inicio de la gira, si apuestan por el Roxy, ciento cuarenta y seis minutos ante quinientos elegidos en los que estrenó «Independence Day» y «Point Blank«.
Elijan lo que quieran.
Pero elijan, please.
Por decirlo usando el email que me escribió Anthony Fischetti, testigo del concierto del 22 de agosto en el MSG, «Nadie puede ser tan energético, tan emocional y puro, y mantenerlo durante casi siete meses. Pero cuando miras hacia atrás eran como luchadores trabajándose su camino, luchando con cualquiera en cualquier parte, buscando una oportunidad para hacerse con el título. En aquella gira tocaron en clubes, teatros y pabellones. Tenían algo que demostrar, y tocaban como si sus vidas dependieran de ello. Nos beneficiamos al ser testigos de aquella catarsis. Podías vivir tu vida en un concierto del Darkness y no perderte prácticamente nada del espectro emocional. Era así de bueno. Cualquiera que piense que una caja del treinta aniversario de Darkness no reúne tantos méritos para existir como la de Born To Run es que no estuvo allí. Intento explicarle a la gente como fue… Si crees que Springsteen es ahora una fuerza de la naturaleza (…) deberías de haber visto un concierto de Darkness. Es como intentar explicarle a alguien que no lo haya escuchado que es el rock and roll».
Si hablamos de grabaciones en vivo, de directos, los conciertos del 78 figuran en el podio de lo esencial, junto al del Harlem Square Club de Sam Cooke, el live del 66 de Dylan, los dos primeros del Apollo de James Brown… y poco más. A Springsteen y cía. les corresponde ahora que, aparte los coleccionistas de bootlegs, el mundo entero lo sepa.
Un fantasma patea el estómago de los fans de Bruce Springsteen.
¿O debiera escribir de cualquiera que ame el rock and roll?
Verán, tras dos años de retrasos, jeroglíficos y crípticas, Columbia Records anuncia la publicación de una caja conmemorativa del «Darkness On The Edge Of Town«. Hablamos del disco que confirmó para siempre sus poderes. Un cóctel letal, palabras mayores, especialmente por el tour que siguió al Darkness…, en la que el grupo puchelaba dinamita a sabiendas de que se la jugaba. Tras el bajonazo legal que siguió al «Born To Run» y tres años apartados de los estudios, la gira fructificó en conciertos de una intensidad espeluznante. Tocaron hasta cinco por semana sin ralentizar el diapasón ni ofrecer otra cosa que lava a chorro. Los bootlegs del periodo el periodo, pronto alcanzaron un estatus mítico. La ferocidad con la que Bruce y la E Street Band atacaban el repertorio, la coherencia de unos set-lists impecables, y el que necesitará calcinar los recelos de quienes creían que Columbia había exagerado su valía, remaron a favor de un periplo que dejó boquiabiertos a quienes lo presenciaron.
Muy bien, entonces deberíamos de saludar felices el anuncio de la box-set, ¿no?
En teoría sí, mas, mmm, cualquiera que haya seguido las decisiones tomadas por el Boss y los suyos a lo largo de los años, a la vista de los antecedentes y de cómo han manejado los archivos, tiene motivos para desconfiar.
Veamos.
En 1986, tras años suspirando por un lanzamiento que hiciera justicia a sus actuaciones apareció una caja quíntuple que, récords de ventas aparte (recuerden, salió en plena fiebre post-«Born In The USA«) escamoteaba muchos de sus caballos de guerra; encima, abusaba del corta/pega en el estudio. ¿Donde estaban «Incident On 57 Street«? ¿Y «Prove It All Night» con la colosal introducción de guitarra eléctrica de la gira del 78? ¿»Backstreets» con el interludio conocido como «Sad Eyes«, que más tarde, durante la grabación de «The River«, evolucionó en «Drive All Night«? ¿Qué me dicen de aquellos «Mona» o «Not Fade Away» que enlazaban con «She´s The One«? A más: si la caja lleva por subtítulo «Live 1975-1985«, ¿por qué, excepto el «Thunder Road» que abre, sólo hay cortes del 78 en adelante? ¿Y la etapa con David Sancious al piano? Etc.
Quince años después, tras la gira de reunión con la E Street Band, apareció un «Live In New York City» que dejaba fuera joyas como la definitiva, esclarecedora interpretación de «Blood Brothers» en el último concierto del MSG. Lo peor, la reiteración en el vicio de mezclar recitales, ya practicada en la caja de marras, esa desconfianza hacia sus poderes que lo lleva a combinar noches y pulir detalles en el estudio. ¿Qué tal, por ejemplo, haber lanzado aquel ya citado del Madison, el 1 de julio de 2000, que remató el tour con el siguiente repertorio: Code Of Silence/ My Love Will Not Let You Down/ Prove It All Night/ Two Hearts/ Atlantic City/ Mansion On The Hill/ The River/ American Skin/ The Promised Land/ Youngstown/ Murder Incorporated/ Badlands/ Out In The Street/ Tenth Avenue Freeze Out – It´s All Right- Take Me To The River- Red Headed Woman/ E Street Shuffle/ Lost In The Flood/ Born in the USA/ Backstreets/ Light Of Day/ The Promise/ Ramroad/ Bobby Jean/ Born To Run/ Further Up On The Road/ Thunder Road/ If I Should Fall Behind/ Land Of Hope And Dreams/ Blood Brothers? Quita, quita, mucho mejor coger las tijeras, clic, clac, y facturar el enésimo collage.
En 2005, para el treinta aniversario del «Born To Run«, escogieron un concierto, el primero en Londres, famoso por el mal rollo con el que Bruce subió al escenario. Eso sí, facturó un directo candente, de metal fundido y artillería pesada. Lástima que, para complementarlo, no aprovecharan para editar los legendarios audios del Bottom Line en NY, celebrados entre el 13 y el 17 de agosto de 1975. O el cataclismático de febrero del 75, en el Main Point, 160 minutos que incluyen alucinantes versiones del «I Want You» de Bob Dylan, «Mountain Of Love» de Harold Dorman popularizada por Johnny Rivers, o el «Back In The USA» de Chuck Berry, así como una cascada de clásicos propios que ya quisiéramos hoy escuchar seguidos en una misma noche: Incident, Thunder Road, Growin’ Up, Saint In The City, Jungleland, Kitty´s Back, New York City Serenade, Rosalita, Sandy… Pero vamos, de todo el material en vivo recuperado, el de la caja del «Born To Run» es sin dudarlo el mejor, el más justicia le hace a su legado.
Ok. Viajemos hacia delante y aterricemos en 2005. Sensacional gira acústica de «Devils And Dust«. Más de doscientas canciones interpretadas, versiones irreconocibles de los clásicos, lecturas de temazos ajenos como el «Dream Baby Dream» de Suicide en versión panorámica, monumental, hipnótica. Aunque disponían de numerosos conciertos grabados de forma profesional, no hubo nada. Lástima. Hubiera introducido en el canon una ajustada fotografía del Bruce esmerilado de polvo y fuegos noir que desde «Nebraska» ha constituido una de sus facetas decisivas. El Bruce menos populista, ese que nunca citan sus odiadores, fundamental para entender a Bright Eyes, Arcade Fire o The Walkabouts, era despreciado en una decisión inimaginable si hablásemos de Neil Young o Bob Dylan.
No hablemos, para qué, de esos conciertos del 80, del «The River«, como inagotables relámpagos de rock, también filmados, también, ay, muertos de risa en el baúl; ni de la primera parte de la gira del «Born In The USA«, desarrollada en pabellones, terrorífica, mucho mejor que la que a partir del 85 se desarrolla en estadios, casi con seguridad la última vez que brilló pluscuamperfecto noche tras noche tras noche; ni del Tunnel Of Love Express Tour, magnífico por tantas razones; de la reaparición triunfal, desnuda y prodigiosa, del Christic Institute en el 90, que fue desestimada para seguir trabajando en, uh, «Human Touch«; ni de los recitales del 95 en pequeños teatros con motivo de «The Ghost Of Tom Joad«, ni de… ¿Me explico?
Hace un mes, como broche a una gira de casi dos años, han publicado el DVD/Blu-Ray «London Calling: Live In Hyde Park«, que no está mal, no, pero palidece ante los mejores recitales del periodo, por ejemplo los dedicados a repasar, íntegros, «The Wild, The Innocent & The E Street Shuffle» y «The River«, en 2009, o el último de todos, en Buffalo, cuando cayó entero el «Greetings From Asbury Park«, o, todavía mejor, el del Scottrade Center en St. Louise, de 2008, una furiosa demostración de cómo a veces, en noches impares y más allá de una profesionalidad blindada, invoca el espíritu del que fue durante el periodo glorioso, cuando ejercía como sumo sacerdote del rock a pelo y cuchillo. Con los ojos incendiados y «Then She Kissed«, de las Crystals, descorchó una fiesta en la que parecía no querer abandonar el escenario. La razón última que explica la elección de Hyde Park, meramente crematística: fue filmado por la BBC, y en consecuencia resultaba mucho más barato. Que no haya rastro de «Long Walk Home«, la mejor canción que ha escrito en el último lustro, que tampoco tocara «Girls In Their Summer Cloths«, «Gypsy Biker» o «Last To Die» y les importe un pito, o que, ya puestos a primar la sección 2009 del asunto, el concierto fuera previo a la inclusión del «Higher And Higher» de Jackie Wilson que ya había tocado en el 77, en la época del juicio con Appel, dice muuuucho, y malo, de cuáles son los argumentos que priman. Por cierto, durante esos conciertos del 76 y el 77 regaló actuaciones magistrales, lustradas con el añadido de unos vientos que hechizan, mientras los abogados discutían su incierto futuro, sin saber si podría regresar al estudio o no. En vez de pudrirse en casa, lamentando su mala suerte, seguía escribiendo canciones (Rendezvous, Frankie, Raise Your Hand, Don´t Look Back, Action In The Streets, The Promise, etc), revisando el cancionero ajeno (A Fine, Fine Girl, It´s My Life, Pretty Flamingo, New Orleans, Little Latin Lupe Lu, etc.), actuando con la rabia fascinante de un pistolero frente al pelotón de verdugos. Quien escuche, por ejemplo, el pirata del 4 de noviembre del 76, en el Palladium neoyorkino, con Ronnie Spector de invitada, titulado «We Gotta Get Out Of This Place«), o el del Music Hall del 25 de marzo del 77 en Boston, bautizado como From The Dark Heart Of A Dream, sabrá a qué me refiero.
Ok.
Me enrollo.
Vuelvo al Darkness…
Regreso a él en la segunda y última entrega de esta serie.
La verdad, por una vez en la vida creo que el miedo resulta infundado.
No pueden fallar, esta vez no, con el repóquer de ases que guardan bajo la americana.
De todos los espectáculos que quieren ver los amigos que nos visitan ninguno tan viscoso como los musicales. No hay remedio. Cada vez que veo uno siento deseos de abrirme las venas. Corren tiempos aciagos para el género. Lo dominan charlistas profesionales que hacen del truco barato y la sacarina combinación de alto rendimiento en taquilla. “El Fantasma De La Ópera”, por ejemplo, no es capitán de las estrellas, sino galán hortera que hace gorgoritos multifrutas con una partitura entre Meat Loaf y López Cobos. A Víctor Hugo y sus “Miserables” los mantienen desgajados de cualquier blasfemia, componiendo una denuncia social con banderines rojos y aguachirle. Contemplar a los huelguistas en la barricada mientras entonan cancioncitas dignas del ballet de José Luis Moreno acaso reafirma el fin de la Historia según pronosticara Fukuyama; de paso, cuestiona la salud mental de cualquiera engatusado por esos filisteos canoros y sus escarchadas majaderías.
Acertaba poéticamente Gary Gilmore, o sea, simbólicamente, cuando en la novela/reportaje de Norman Mailer (“La Canción Del Verdugo”) explicó que al morir regresaremos reencarnados en aquello que merecimos según nuestras acciones. No cabe duda de que los urdidores de musicales volverán como insectos coprófagos (reservemos la mierda para directivos de televisión, buitres de la prensa rosa, productores de los Grammys, etc.). Qué otra cosa resta excepto masticarse los dientes cuando compruebas que Broadway ha sido tomado al asalto por contables expertos en agitar la coctelera del más grande/ más alto / más espectacular/ etc., en lugar de aplicarse a urdir musicales que sean pasatiempo grato, sí, pero también sustancioso, entretenido y emocionante, juguetón con ironía, juvenil de espíritu pero adulto en emociones y melodías. Hoy por hoy, el género queda más cerca de Mira quien baila (aquí Dancing with the stars) que del cancionero que lo hizo almibarado pero grande.
Descontada la variante decimonónica, hay otras cochambres, estupefacientes recreaciones del encuentro en la Sun Records entre Johnny Cash, Jerry Lee Lewis, Elvis Presley y Carl Perkins, brujas verdes salidas del “Mago de Oz” y bendecidas por la crítica, cielos, como quintaesencia del experimentalismo transgresor y la rebeldía con causa (con esas canciones, ay), abominables celebraciones de ABBA y blablablá. Si obligado a asistir a tan indigesto espectáculo alguien duda, no olvide que siempre podrá escaquearse, amparado por la multitud, para acabar en el Iridium. Allí, puerta con puerta con “Mamma Mía”, todavía despachan jazz, al menos mientras la autoridad competente no lo transforme en parque de atracciones. (Respecto al jazz, un inciso: publica hoy el Village Voice una entrevista con Woody Allen en la que, con motivo del genio y su querencia por las fórmulas añejas nacidas en Storyville, se hace repaso del amarillo tirando a chungo panorama del género. Cuentan que en 1982 la media de edad de los espectadores que acudían a un concierto de jazz era de 29 años, hoy de 42; si en 2001 despachaba el 3,4% de las ventas totales de discos en Estados Unidos, en 2009 apenas rozó un miserable 1,1%).
De vuelta al musical, cuentan voces autorizadas que “Fela!” merece verse. Lo dudo. Para una vez que la música brilla sin pacatería o sentimentalismo, el libreto, a ver, escamotea las sombras de su apasionante biografía (de Fela Kuti). Cómo no iba a hacerlo, si de lo que se trata es de suspender por unas horas la lucidez, no para encantarnos, «para lanzarnos allí donde los corazones laten más fuerte en abril, y la muerte nos hiere, y los montes se bambolean con el terremoto, y hay un hechizo en todas las cosas que vemos, y un temblor para el oído en los ruidos todos, y la misma leyenda ha hecho su habitación entre los hombres» (Robert Louis Stevenson, en un oscuro pasaje de su “Virginibus Puerisque” citado por Fernando Savater para su “Diccionario De Filosofía”), sino para hacernos creer que el agua es vino y la realidad, incluso la realidad mítica de los cuentos, un guión prefabricado que ni huele, ni muerde ni ruge, melancólico tigre desdentado, artrítico perdido, que pasea su ajada pelambre, su domesticada furia, por la que un día fuera calle de los sueños, teatro del mundo. Como “Avatar”, igual de hortera, sumiso, espiritualista, reaccionario, ampuloso, aseado, correcto, calculado y frailuno, aunque al menos, menos mal, sin las putas gafitas.
En 1955 Norman Mailer, que bebió por cuatro y esculpió novelas que el New York Times, en su obituario, colocaba a la altura de su ego (estratosférica), fundó junto a Dan Wolf y Ed Fancher, el Village Voice. Corrían días aciagos para el campeón mundial de los escritores feroces. Ni El parque de los ciervos ni La costa bárbara habían logrado una mínima parte del éxito que cosechó Los desnudos y los muertos, la novela/machete con la que Mailer debutó en 1948. Entre la devoción por Hemingway, el tuétano de una escritura serpenteante como pegajoso y turbio solo de Coltrane y la convicción de que sólo los géneros mestizos salvarían a la literatura de habitar en «El país de los muertos vivientes» (Tom Wolfe), Mailer lanzaría bombas de profundidad desde el semanal neoyorkino, donde se adjudicó la crítica teatral. Lo abandonó pronto, pero cincuenta años más tarde y accionariado desde 2005 por una empresa de, a priori, dudosa vocación subversiva, el Village mantiene su condición de biblia laica. Ciertamente, ha perdido a muchos de sus puntales (Robert Christgau, Nat Hentoff, etc.), despedidos en el último lustro, y por sus venas corre ya una porción de desdeñable de garrafón comercial. Así y todo continúa siendo bastión del nuevo/viejo periodismo en el abrevadero de las corporaciones. Un tiro de adrenalina. Un chute para beber despacio. Aguijoncito que inocula, entre montañas de publicidad y algunas piezas chorras (cortitas, graciosas, refrescantes, juveniles, modernas, o sea, chorras) saludable veneno en el riego de todo adicto al buen periodismo armado con pistolas de tinta y vocación de servicio público y escaparate cultural no momificado, un periodismo poco frecuente, del que seguimos aprendiendo.
Hay que leer el Village, todavía, para encontrar piezas como la que la semana pasada escribióTom Robbins. Hablo de ella con retraso porque amortajé el semanario en la pila de papelotes que rodea mi mesa y no lo encontraba. Se titula Un asesinato en el Village. Cuenta la patética historia del hospital público St. Vincent, que agoniza. Según Robbins abundan los culpables y el pecado de su multimillonaria deuda se reparte entre gerentes con el bolsillo ajeno fácil, carísimas subcontratas a consultoras y otros elegantes buitres, aseguradoras con pinzas de garrapata y políticos más preocupados por la salud de Wall Street que por la de sus votantes. Debes beberte el reportaje de Robbins para saber, por ejemplo, que el St. Vincent fue fundado en 1849 por las Hermanas de la Caridad. Allí atendieron «a las víctimas de las sucesivas epidemias de tifus y cólera del XIX, a los damnificados por la barbarie patronal contra los sindicatos en 1911, a los supervivientes del Titanic», a los dueños de los garitos legendarios del Village, a mil y un poetas (comenzando por Dylan Thomas) y músicos (Joe Ramone), y por supuesto a las legiones de abrasados por la pandemia del SIDA durante los ochenta, cuando las enfermeras atendían con triple y profiláctica capa de guantes y el miserable Reagan citaba la cólera de Dios como castigo contra tanta coyunda. Informa Robbins que los planes de la ciudad para el hospital consisten en transformarlo en un ambulatorio de servicios básicos. Si tu condición requiere algo más que tiritas, chungo; deberás desplazarte hasta el Bellevue, junto al East River, en la 27, el Roosvelt, allá por la 59: una ruleta a cañonazo limpio caso si el estado del enfermo es incompatible con los previsibles atascos que mediarán entre su ambulancia y la sala de urgencias.
Provoca más que rabia que la misma ciudad que presenta un faraónico proyecto de 260 millones para reflotar el peñón de Governors Island contemple, entre insensible y pasota, la muerte de uno de sus grandes centros, intensamente ligado, por lo demás, a la salud de un barrio capital para entender porque Nueva York pisó con botas multicolores el imaginario del XX. Llámalo darwinismo social, thacherismo postindustrial, el evangelio según Espe o equís al cubo. Responsabiliza a una administración que aplica la fusta economicista a los servicios básicos. Mientras la acorralada clase media de Manhattan se desloma para pagar unos impuestos, alquileres, etc., en cuarto creciente, el ayuntamiento del millonario Bloomberg cierra colegios y estaciones de metro, liquida subvenciones y despide a cientos de empleados públicos. Poco a poco, el moho, la sensación de derrota, el aniquilamiento del tejido vecinal y la barbarie del mercado caníbal devoran los restos de una ciudad que en tiempos fue barquito de vela para los parias del mundo. El paisaje tras la explosión revela más un parque de atracciones («New York Land», la denomina David Mamet en su último ensayo) que una urbe de tejido musculado. En cada esquina florece una franquicia, una boutique de lujo, un cartelón fosfórico alejado de los posibles del neoyorkino medio. Se impone la maldición de Sex and the city, hiperreacionaria serie que colocaba el cerebro femenino en el tacón de sus protagonistas, el triunfo de Madison Avenue sobre el Lower East Side, consagrada a expulsar de palacio a quienes construyeron su leyenda. Uno supone que entre los inflacionarios consistorios españoles, endeudados hasta el corvejón y sin ladrillos que ayuden, y el álgebra neoyorkina de los que chapan colegios porque el rendimiento en los últimos test fue bajo (sin preocuparse, tal vez, de que los cambios demográficos en la zona poblaron las aulas de niños recién llegados que a lo mejor necesitan asistencia bilingüe, por ejemplo), entre el caos español y el capitalismo eviscerado de los economistas consagrados a engordar la cuenta corriente de los ricos, ha de existir, no sé, un equilibrio, una fuerza motriz que estimule el comercio y embellezca las calles sin guillotinar a maestros enfermeros, bomberos, policías, conductores de metro o músicos, claro, que hace siglos que ya no viven en Manhattan (descontada Madonna y otros miembros de la jet). Me lo explicó un día Art Spiegelman (Maus) en entrevista telefónica, «la clave de la eclosión artística de una ciudad, París primero, luego Nueva York, siempre estuvo en sus alquileres. Cuando se disparan, se acabó».
Nueva York Land, en efecto, y nosotros para llorarla.
No es fácil dedicarse al oficio paterno y sortear la desconfianza, al menos cuando tu progenitor devoró la banca. Los hijos de Bob Marley pueden dar fe de ello; sin embargo, que lógico resulta que el retoño criado entre guitarras y micrófonos quiera perpetuarse en el ambiente, transformar el cuévano infantil en territorio de madurez, prolongar los viejos juegos en el escenario. Descontada Lisa Marie Presley por moña, abundan los casos jugosos, de las hijas de Maybelle Carter (Helen, Anita y, claro, June Carter Cash), a Rosanne Cash, o sea, pura realeza country, al interesantísimo Justin Towes Earle, hijo de Steve, al que no pude ver hace un mes porque los porteros de cierta sala del Lower East Side neoyorquino quisieron tangarnos. Entre todos los hijos, claro, no hay otro con ascendente más apabullante queJakob Dylan, hijo de Dios, o casi, que anteayer sacó disco, el segundo en solitario tras la disolución de los curiosos, pero blanditos, Wallflowers.
Lógico que antaño Jakob, que ya tiene cuarenta años, recelara de la canallesca y censurase cualquier pregunta respecto a Bob. Sus discos con el grupo, a pesar del éxito de “Bringing Down The Horse“(si las cuentas no me falla vendió más que cualquiera de los de su padre) se antojan lustrosas naderías frente a los incontestables monumentos de Bob. En solitario, empero, parece haber crecido. No digo que “Women+Country”, ni siquiera “Seeing things”, su anterior y magnífica entrega, puedan codearse con “The Freewheelin´ Bob Dylan”, “Highway 61 Revisited”, “Blonde On Blonde” o “Blood On The Tracks”. En realidad, sólo un cabrito osaría establecer semejante comparación: casi ningún disco de la tradición rock puede: Bob juega en una liga aparte, restringidísima, la de los Charley Patton y Robert Johnson, la de Louis Armstrong y Duke Ellington, Hank Williams, James Brown, Elvis Presley, Aretha Franklin, Camarón, Chuck Berry o Johnny Cash, o sea, la liga de los titanes, de quienes, en palabras del añorado crítico Robert Palmer, crearon dinastías.
“Women+Country” viene producido por el hombre del momento, T-Bone Burnett, con el Oscar por “Crazy heart” todavía reciente y un asombroso currículum a las consolas (de Elvis Costello a B.B. King o Willie Nelson, por citar tres gigantes a los que ha producido en el último año y medio). Desde que presentó al público americano su propia tradición con aquella excelente B.S.O. de “Oh brother where art thou?”, allá por el 2.000, el gigantón Burnett ejerce entre los mandarines del oficio, aquellos cuyo nombre puede figurar en los créditos de una obra casi a la altura del artista, cuyas credenciales son imán para tipos con buen gusto y sinónimo de elegancia, riesgo, visceralidad, sintaxis poética, ingenio o vanguardia, en una palabra, estilo. Como en su producción del álbum de Robert Plant y Alison Krauss. Ahora mismo pienso en la dupla Daniel Lanois & Brian Eno, tan exitosa junto a U2, aunque uno prefiere, con mucho, al imponente Rick Rubin –quien precisamente produjo el debut en solitario del joven Dylan tras Wallflowers– , al orgánico Joe Henry (Mary Gautier, Solomon Burke) o al sutilísimo, arenoso, crepitante Buddy Miller (de nuevo Solomon Burke). Sin figurar en el club de fans de Burnett sí diré que estimo bastante sus trabajos; también, que lo que ha hecho a las canciones de Jakob (con su aquiescencia, imagino) me resulta, cuando menos, un fiasco.
Sucede que “Women+Country” está cuajado de pequeñas piezas de orfebrería que bucean entre el alt-country y el folk alternativo, bellas baladas sobre hombres al borde del cadalso y lunas de chocolate amarillo. Encima cuenta con los coros de Neko Case, tal vez la artista más destacada de los últimos años, una superdotada, dueña de un mundo propio repleto de música y poesía que engalana los temas de Jakob con voz prodigiosa. Con estos mimbres, más el aplomo con el que canta el propio interesado y la participación de dos de los músicos habituales de Neko, ambos sublimes, Burnett disponía de inmejorables mimbres, vamos, que sólo hacía falta algo de oficio, colocar aquí y allá los elementos, para remachar una estupenda obra. El problema, es que no debió de parecerles suficiente: con respiración de genio del diseño, convencido de su toque mágico, añade capas y capas de graves, satura las pistas, pinta y repinta el conjunto con una mano de barniz que mira hacia Nueva Orleans, Tom Waits o las sonoridades de la frontera anglo/mexicana, pero que en el fondo se pretende rompedora, original, puntera, moderna, o sea, una puta mierda, un popurrí que, al menos en mi equipo, que es una basura, satura la habitación con atmósferas retumbantes e impide escuchar, siquiera de lejos, las voces. Como tampoco descarto que la culpa, ya digo, sea de mi estéreo, un Sony de plástico más adecuado para arrojarlo por la ventana en plan Led Zeppelin que para escuchar música, sugiero visitar las webs en las que puede verse a Jakob, Neko y cía. interpretando las canciones en directo, libres de repugnantes aditivos, o más llanamente ecualizar al mínimo los graves en sus propios equipos. Tal vez con eso sobre para confirmar que el pequeño hijo de la princesa de los ojos tristes de las tierras bajas es un sublime hacedor de canciones.