Archivo diario: agosto 16, 2008

Volar es para pájaros: Hilario Camacho en el recuerdo a los dos años de su muerte (por Antonio Gómez)

16 de agosto de 2008

1968. de izquierda a derecha: Adolfo Celdrán, Mari Lali Salas, Hilario Camacho, una pareja sin reconocer y Antonio Gómez.

 

Tengo que escribir de Hilario. De Hilario Camacho. Y me cuesta. No sé muy bien qué decir ni cómo ordenar lo que diga, porque escribir sobre él ahora, cuando se cumplen dos años de su muerte, me supone afrontar sentimientos personales muy profundos. Hilario fue amigo, un buen amigo, de esa no más de una docena de íntimos que acaban formando parte de nuestras propias vidas, aquellos a los que se puede llorar en el hombro sin miedo ni vergüenza. Y tantas veces que lo hicimos el uno sobre el otro a lo largo de 39 años de amistad intensa, incluso en los periodos en que, vueltas que da el mundo, nos vimos poco.

 

 Mientras escribo escucho a Hilario (“El agua en tus cabellos” en este momento), pero no quiero ponerme melancólico. Quizás mejor que pensar sea dejar rodar la memoria, que en su infinita sabiduría sabe esconder los malos momentos y sacar a flote sólo los buenos recuerdos. Nos conocimos en 1967, en noviembre, justo en el recital que supuso su presentación oficial como cantante, del que me tocó ser, cosas de la vida, presentador, y del que saldría lo que se llamó grupo Canción del Pueblo, en el que estuvieron también Elisa Serna, Adolfo Celdrán o Julia León, entro otros pioneros de la canción de autor en España. Y a partir de entonces, ¡ay madre!, cuantas palizas dialécticas hube de aguantarle, cuantas recriminaciones didácticas tuvo que soportarme, con qué ojos lascivos leímos los mismos libros eróticos que comprábamos a escondidas en el rastro y cuantos discos escuchamos juntos.

        

Él era unos meses mayor que yo, ambos del 48, y habíamos nacido y vivido la infancia y juventud en barrios aledaños: Hilario en la calle Fuencarral y yo en General Sanjurjo. Los billares de Quevedo. El muslo inmenso de Anne Bancroft en “El Graduado”, visto, más inabarcable si eso era posible, desde un lateral de una segunda fila de los cines Roxy. La discusión a la puerta de la casa de unas amigas sobre si era mejor táctica la insistencia que él practicaba o mi invencible timidez y contención. Machado, Lorca, Ginsberg, Silvio, Dylan, Taylor, Brel y tantos otros descubiertos en apasionadas veladas. Aquel recital en un pueblo de Guadalajara en la que él y sus compañeros debieron cantar encima de un carro y con un megáfono como única amplificación. Las horas pasadas en su casa familiar juntando letras y notas. El helado que nos cominos durante un recorrido turístico por Gran Canaria en una de sus visitas. Cuando al volver a Madrid tras siete años de ausencia fui a verle a un recital sin avisarle y me sorprendió porque aún mantenía en su repertorio “Cómo todos los días”, que habíamos escrito en el 68. Las reuniones de los últimos años, en los que nos vimos con menos frecuencia, en un bar cercano a mi curro y a su fisioterapeuta, despotricando, como viejos gruñones, contra todo lo que se movía, y luego él se pasaba por una tienda naturista-esotérica cercana para coquetear con la dependienta, que le ponía. Su insolencia y su inseguridad. Su permanente duda. Su apariencia bulliciosa y sus profundas depresiones. Su ansia de éxito y reconocimiento artístico y sus huidas para esconderse debajo de las piedras cada vez que los conseguía.

1983. Comiendo un polo en Canarias

No puedo dejar de confesar que, además de verdadero cariño por Hilario, siempre tuve, y aún tengo, un enorme respeto a su obra, que me parece de una calidad general poco común dentro de la música española y que tiene poco que envidiar a otros grandes músicos populares de cualquier lugar del mundo. Hubiéramos sido amigos aunque no pensara así, pero no creo que la amistad me ofusque el juicio.

 

Hilario poseía una de las voces con más feeling de la música española, era un guitarrista notable y un compositor con una habilidad melódica poco común, que siempre anduvo un paso por delante de sus compañeros, abriendo camino. Su obra, pese a lo que se ha dicho a veces con autentica ignorancia, no es la de “un cantante romántico”, sino una indagación poética personal y profunda (aunque frecuentemente utilizara textos ajenos, habitualmente de amigos, en sus canciones) sobre esa contradicción esencial del ser humano que tan exactamente definió Luis Cernuda en el título que le dio a sus obras completas: La realidad o el deseo. Todo el trabajo de Hilario, desde sus canciones de amor a las, menos frecuentes, que tratan de temas más colectivos o sociales, gira alrededor de ese enfrentamiento básico: el amor y la imposibilidad de obtenerlo plenamente; la búsqueda de la felicidad y las dificultades para encontrarla, la justicia y la injusticia, la resistencia y la huída. En definitiva, la lucha entre la utopía y la realidad.

Aquel 16 de agosto de hace dos años nos levantamos tarde. Estábamos de vacaciones y el día anterior habíamos vuelto de viaje. Lo recuerdo con una fidelidad que creo que el tiempo no llegará a borrar. Yo estaba en la terraza, tomando el sol, con el móvil apagado y disfrutando del sol y el descanso. Teresa, mi amante, que aliviaba su mono de actualidad delante del ordenador leyendo ávidamente los periódicos del día, bajó, se acercó a mí en silencio y me dijo que subiera, que había una noticia que no me iba a gustar. Todavía en las escaleras me comentó: “es sobre Hilario”. Y no necesité pensarlo mucho. “Ese cabrón se ha suicidado”, comenté después de soltar la blasfemia más grande que imaginarse pueda, tradicional en mi familia en momentos de dolor extremo, o de alegría inusitada, que no era el caso.

 

Internet me lo confirmó. Hilario había aparecido muerto en su cuarto de baño. No daban la causa del fallecimiento, pero cuando abrí el móvil y empecé a escuchar los mensajes que me habían dejado los amigos confirmé mi primera impresión. “Hay algo raro”, me decía Quintín Cabrera. “Chico, que parece que ha hecho una barbaridad”, comentaba Lucini. Bajé de nuevo a la terraza y puse y volví a poner, una  y otra vez,  una de sus canciones. Sólo una, que repetí hasta la saciedad quizás entre lágrimas (mi pudor me impide recordarlo exactamente).

 

Fue algo automático elegir “Volar es para pájaros”, tal vez porque siempre he pensado que era la canción que mejor expresaba ese carácter de contradicción que hay en la obra de Hilario y en su propia persona: el deseo de libertad y la dificultad que para conseguirla supone ese mundo chirriante y agresivo que lo impide. Y ese final estremecedor, ese “y caigo” con que concluye y que expresa mejor que cualquier otro de sus versos lo que de profundamente pesimista y desesperanzado había en el yo más oculto de Hilario. Una canción que en ese momento me pareció premonitoria.

1988. “La buena música”, Dirección: A. Gómez / A. Resines. Dibujos originales y ambientación: Octavio Colis. Saxo: Jorge Pardo.

 

Para acudir al tanatorio por la tarde de aquel mismo día había quedado con Pablo Guerrero, que a su vez quedó con Nacho Sáenz de Tejada. Pablo es el autor de la letra de “Volar es para pájaros, y yo siempre había dudado sobre si Hilario había metido mano en ella, como solía ser habitual. Le pregunté, y me contó. La letra es totalmente de Pablo, menos un solo verso, él último, que Hilario se empeñó en meter y con el que Pablo estaba totalmente en desacuerdo. Y en él esas dos palabras: “y caigo”, que siempre me han estremecido. Una línea cuyo añadido supone un cambio sustancial para la canción y que marcaba las diferencias de visión de dos artistas que, compartiendo un mismo mundo expresivo (la búsqueda de la felicidad en un mundo hostil que lo impide), difieren en la actitud ideológica. El final de Pablo (“miro hacia el cielo y salto”) da fe de su esperanza en la humanidad, el de Hilario es absolutamente desesperanzado.

 

En los días y semanas posteriores se especuló mucho sobre el motivo de la muerte. La autopsia confirmó que no falleció como consecuencia de las pastillas que había tomado, sino que sufrió un infarto mientras se dirigía al baño, lo que le hizo caer, darse con la cabeza en el borde de la bañera y fallecer. De verdad me gustaría apuntarme a esta opción real y en cualquier caso consoladora, pero nada pudo impedir que unos días después buscara una especie de poema que había escrito hacía tiempo y le añadiera una dedicatoria:

1955. Primera comunión

SERGEI ESENIN se suicido en 1925, junto a su cadáver se encontró un poema:

 

«En esta vida morir no es nada nuevo

pero vivir tampoco es una gran novedad»

 

MAIAKOVSKY le contesto en otro extenso poema en el que se leía:

 

«En esta vida

                    morir es demasiado fácil

¡rehacer la vida

                            resulta mucho más duro!»

 

Como se sabe, MAIAKOVSKY habría de suici­dar­se el 14 de abril de 1930. un año después se proclamaba en España la República.

 

Para Hilario Camacho

(8.6.1948 / 16.8.2006)

 

 

 

 

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