16 de abril de 2008
Si aceptamos con don Vladimiro que el izquierdismo es la enfermedad infantil del comunismo (sabiendo que el estalinismo fue su cáncer mortal), bien podríamos enunciar que el bipartidismo es la enfermedad totalitaria de la democracia. Y no es un juego de palabras, que también.
Nadie tema, y menos que nadie Adrián, nuestro amable y exquisito anfitrión, que voy a ponerme aquí a recontar sufragios, a hablar de votos útiles e inútiles, o ni siquiera a comentar derrotas o victorias de unos u otros. Porque ese es un ejercicio que me aburre y porque esto del bipartidismo es cosa que cada vez sucede más en todo el mundo. Es como si los electorados de todos los países llamados democráticos se hubieran puesto de acuerdo para dejar siempre eso de la cosa pública en manos de tan sólo dos opciones, complementarias por otro lado, como la cara y la cruz de una misma moneda.
Mi padre, que era un viejo rojo, cabezota y resistente (tanto que cuando con 93 años el médico le negó la posibilidad de una muerte digna, le contesto –yo estaba presente–: “muy bien, pues dejó de comer y verá como me muero”. Lo hizo y a los 15 días le enterramos. Olé sus cojones), me venía diciendo desde hace muchos años: “esto no es una democracia, es un bipartidismo”. Tenía razón el jodido, y yo lo sabía, aunque todavía intentara salvar los muebles y se lo discutiera, alegando que eso podía darse en otros países, pero en España…
La sociedad civil que teóricamente representa el Parlamento es variada, compleja, fluida, con ideas de los más distintos tipos, visiones de los problemas diferentes, intereses contrapuestos o mezclados. En fin, es un ser vivo. Tan variado paisaje ciudadano debería tener su reflejo matizado y completo en la política profesional que ejercen los partidos y sus diputados, funcionarios y burócratas. Sin embargo cada vez sucede menos.
La reducción a dos del conjunto de opciones de los ciudadanos implica que ninguna de ellas puede representar completamente la compleja realidad social. Sucede un poco como con las series televisivas, que para llegar “a toda la familia” y contentar a niños, adultos, mujeres, hombres, ancianos, mediopensionistas, toreros y adolescentes granujientos, sin que nadie se sienta ofendido, se reducen hasta tal punto las exigencias dramáticas que al final no dicen nada a nadie, por mucho que consigan su objetivo. La gente vota, más en contra que a favor de unos u otros, y esperan a que los señores del escaño les hagan la vida más cómoda en los próximos cuatro años.
Claro, que en ese proceso reduccionista de la realidad, la política queda convertida, como se ve en las campañas electorales, en una vulgar y aburrida guerra de rebajas. Es un “a ver quién da más” que, a lo que parece, es lo que acaba convenciendo a los votantes. El hecho es que cada vez quede más gente fuera de ese juego de dos polos, que cada vez sean más los que no se sienten representados, que cada vez los representantes representen menos, y que la democracia, que implica la confrontación de ideas de todo tipo sobre el gobierno de un estado, va adelgazando hasta convertirse en un hilo finísimo, como un cable eléctrico, que sólo se activa en las campañas electorales, y únicamente para que el que tiene el interruptor, el político, llame a rebato a sus fieles.
Que tan solo dos partidos dirijan los destinos de un estado conduce inevitablemente a que durante los años de gobierno tenga las manos totalmente libres para hacer lo que quieran. Saben, claro está, que el poder les durará un tiempo y luego lo perderán, pero no importa demasiado, porque también son conscientes de que con ese sistema que han creado tarde o temprano volverán a recuperarlo. Y cuando lo tengan, Jauja se abrirá ante ellos como un paraíso de piernas abiertas que acoge calidamente al vencedor en esa batalla de fingimientos en que se ha convertido la política. Además, como el margen de votos suele ser tan escaso, como las ofertas políticas no pueden diferenciarse excesivamente unas de otras, pues la victoria depende de no ofender a nadie, y ante todo hay que ofrecer confianza y seguridad al electorado, las propuestas de uno y otro tienden a ser peligrosamente similares.
Todo conduce al desinterés por la política, esa cosa que supuestamente nos corresponde a todos, pues de todos trata. Y con el desinterés de los ciudadanos y el duopolio gubernamental, la función esencial de la democracia desaparece, y el bipartidismo se convierte en su enfermedad totalitaria.
Sé todo eso de que el bipartidismo permite la mejor gobernabilidad de los estados y, por consiguiente, de los ciudadanos. Y eso es precisamente lo que me cabrea: que no queremos ser libres y críticos, ni decidir y exigir, que por lo que de verdad se nos va la vaselina por los palieres es por convertirnos en obedientes, sumisos y conformistas seres bien gobernables, a los que se premia durante cuatro años dejándoles tranquilos para que puedan seguir con pasión la telebasura que fabrican los Berlusconi del mundo.
Salud