26 de noviembre de 2008

La cartera leía en el metro un libro de urbanidad y buenas costumbres. El libro era nuevo, pero, como los antiguos, explicaba la forma correcta de redactar una carta, la manera adecuada de saludar a un superior jerárquico o el orden conveniente de situar a los comensales en una cena de gala. La chica era joven, pero, como las viejas, soñaba con que alguna vez sentaría en el comedor del chalet que compartiría con su marido, que para entonces ya sería director general de Correos, a un presidente de gobierno, un escritor de moda y un bailarín mariquita que arrebataría con sus chistes subidos de tono a las señoras de los otros invitados.
Tras haberle dado una ojeada a la mujer, el hombre que viajaba a su lado miró el libro por encima del hombro de la cartera y sintió un irreprimible deseo de asaltarla allí mismo. Pero se contuvo, porque era bien educado y más bien timorato y no quería destruir con un gesto inoportuno el sabio principio que cuando era niño le había inculcado su padre, melancólico y misógino desde que su santa esposa le abandonara por un vendedor de biblias evangelistas, dejándole padre y madre de un niño de tres años: «hijo mío, a las mujeres ni tocarlas, que dan calambre«.
Al verla, pero sobre todo al olerla, porque la cartera olía a rosas, a mares abiertos y a cumbres pirenaicas, el hombre pensó en lo que podrían hacer juntos si se atreviera a dirigirle la palabra. Detrás de la muralla del libro de urbanidad que la mujer leía presintió el viajero turbulentas insatisfacciones de pasiones ocultas, oscuros sueños de lujurias desorbitadas, tiernas ausencias de cariños compartidos. Y pensó, deslumbrado por la carnalidad de los muslos enfundados en negra seda que dejaba entrever la replegada falda del uniforme azul, que el destino le había elegido para abrir a aquella mujer los caminos de la imaginación y desbrozarle las selvas del éxtasis supremo.
Ella ni se dio cuenta. O aparentó no darse cuenta, porque por el rabillo del ojo, por encima de la fórmula ideal para doblar con corrección las servilletas en los banquetes de alcurnia, vislumbró en la cara enjuta y barbada del vecino de asiento un ramalazo de animalidad necesaria que nunca antes había entrevisto en hombre alguno. Pero también se contuvo. Observó el mojado dobladillo de los pantalones del viajero, el barro que bordeaba sus manchados zapatos y se sumergió de nuevo en la lectura para ahuyentar de su espíritu la reprobable tentación.
Entonces el vagón se vació de viajeros. Salieron todos: el mendigo que tocaba el acordeón, el coro de quinceañeras que volvía del colegio de monjas, el oficinista de cara demacrada que leía las páginas deportivas del ABC, las señoras de compras con los brazos cargados de bolsas del Corte Inglés y hasta el heroinómano que dormitaba en un rincón aletargado por el último pinchazo.
Todos salieron. Sólo el hombre y la mujer quedaron frente a frente, o mejor aún, codo contra codo.
Ninguno de los dos se atrevió a moverse, aunque la cartera sintió un temblor en el brazo del hombre y este pudo observar con la mirada gacha cómo las piernas de la mujer se apretaban contra el carrito de la correspondencia aparcado a su diestra.
Fue un momento inolvidable para ambos. No sucedió nada, pero pudo haber sucedido. Hombre y mujer lo supieron en el mismo momento en que un rayo de atracción mutua les atravesó candente y violento.
Nada había en ellos que les hiciera compatibles, ni su aspecto ni sus vidas, pero allí, en aquel momento único en que confluían la soledad del vagón, la oscuridad del túnel y el monótono repiqueteo de las ruedas sobre las junturas de los raíles, los dos se dieron cuenta de que todo era posible, de que nada les estaba vedado: romper las convenciones, abrir la puerta del fondo y tirar el libro de urbanidad para que el tren rodante lo redujera a pulpa imposible de reciclar, olvidarse del padre misógino y su filosofía de la vida, comprar un helado y comérselo boca a boca entre los dos, tenderse en el suelo del vagón y acariciarse hasta conocer monte a monte y valle a valle sus respectivas geografías. Vivir, en fin, la aventura de su vida.
El metro llegó a la estación de Pueblo Nuevo. Se abrieron las puertas. Entró un titiritero portugués que en su media lengua les pidió una limosna para socorrer a sus cuatro hijos huérfanos de madre y a una suegra anciana con los que vivía debajo de un puente. Todos los sueños se rompieron de golpe contra el cartel de antes de entrar dejen salir. El hombre retiró el codo para hurgar en el bolsillo y socorrer al mendigo transterrado. La mujer se sumergió en la fórmula que la ayudaría a escribir una carta al director de una multinacional discográfica para solicitarle un puesto de secretaria en la empresa. No se miraron más.

Dibujo y boceto de Pedro Arjona (del colectivo El Cubri)
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