
Si a un chocolate le añades unas hebras de azafrán se tiñe del color de la arcilla roja.
Así era la piel de Natividad González, la negra octogenaria del municipio de Guayabo, en Pinar del Río, que nos recibió en su casa hace ahora tres años.
La mata de mango bizcochuelo, aunque endémica de Santiago de Cuba, vive a la puerta de su casa. Ahora debe estar cargándose de frutos, arropando la madera de las paredes y el tejado de hojalata. Sombreando a través de la ventana, la pequeña sala ocupada ya quizá, por alguien que no es ella.
Nati nos acogió con la calidez también endémica de su tierra. Era la torcedora de tabaco más antigua de la región de Vuelta Abajo.
-Al menos que yo sepa. Porque ya todas las que trabajaron conmigo, se fueron del aire. Yo aún quedo. No sé por cuánto tiempo.
La casa de Nati tiene un pequeño cuarto de dormir y una sala. Se mezclan, desordenados, comida, cacharros de cocina, ropa vieja y muebles parcheados, aunque de buena madera. La “comadrita” donde se mece Nati hace juego con las dos butacas en las que nos sentamos Jorge y yo.
–No, fotos no. De eso no hablaron ustedes.
Jorge es joven. Este es su primer trabajo como fotógrafo para la revista. Ha puesto esa cara que ponen los jóvenes cuando suponen que conocen alguna respuesta. Me habla entre dientes, bajito.
– Creerá que le robamos el espíritu
Nati coloca sus manos, (huesos cubiertos de una piel de elefante viejo) sobre las piernas.
–Ver, no veo muy bien. Andar, apenas doy unos pocos pasos. Pero con ayuda, puedo llegarme hasta el Policlínico. Soy una vieja imperfecta, pero aún no me quitaron ni la buena memoria, ni el buen oído.
Jorge se remueve en su butaca y se engancha la tela del pantalón en un saliente de la madera. Cuando va a responder, aún no sabe qué, Nati continúa.
–Yo no soy una negra boba. El espíritu nadie te lo puede robar, lo más, te lo machucan, pero yo no voy a salir en ninguna fotografía sin estar peinada y arreglada. Y ustedes no me dieron tiempo.
–Está bien, doña Natividad- le digo– podemos volver dentro de dos o tres días. Cuando usted nos diga, para hacerle las fotos. Hoy nada más hablaremos. ¿De acuerdo?
– Está bien, mi hijo. Pero ese “Doña Natividad” no me gusta. A mí, desde que tengo oídos, todo el mundo me dice Nati.
Conecto la grabadora. Ella detiene por un momento el vaivén de la “comadrita”
–Aquí registraré toda la información para el artículo que le dedicaremos en la revista. Puede decir lo que quiera, Nati.
–La cuestión no es lo que yo quiera decir, sino lo que ustedes quieran saber.
–Todo.- se adelanta Jorge.
-Su vida, su trabajo-explico yo– los cambios que hubo…
–Eso es mucho hablar. Y se me va a secar la boca. Aquí, en Cuba, se habla mejor con un traguito de aguardiente. O de lo que haya…
Señala la vitrina de cristal donde se agolpan vasos desparejados y figuritas de porcelana, sobre un hule de flores malvas y amarillas que cubre sus estantes.
–Coja la botella, hágame el favor –le dice a Jorge– y tres vasos. Porque no está por venir nadie más ¿No?
Él abre la puerta atascada de la vitrina y encuentra una botella de vidrio verde. Escoge tres vasos de distintos tamaños, con marcas publicitarias variadas: Habana Club, Hatuey, Saoco…Y Nati, con un gesto, ordena que los coloque en la pequeña mesa que rodea la lámpara de pie. A su alcance. Sirve, a partes iguales, y nos ofrece los vasos. Jorge se acerca el aguardiente a la boca y da un pequeño respingo. Pestañea con rapidez. Yo mantengo el tipo como puedo…
Nati lo paladea, mientras recorre con la mano, su muslo flaco.
–Yo tenía 14 años cuando empecé a trabajar. Eran otros tiempos. Los pobres y los negros, que eran más o menos lo mismo, teníamos que hacerlo así. No íbamos a la escuela. Eso vino después.
Por aquel entonces, las mujeres sólo podían ser despalilladoras o anilladoras, pero la elaboración de verdad del tabaco, era cosa de hombres. Ahora, si ustedes se llegan a cualquier fábrica verán, sobre todo, mujeres. Algunas, hasta dirigen esas fábricas… Y esto ha sido porque nos enseñaron a mirar más allá de las hojas del tabaco. No sé si me explico…
Algunos piensan que eso empezó cuando la colonia, cuando Cuba era de ustedes. Y… bueno, a decir verdad, puede ser que todo empezara por ahí, por esas lecturas que se hacían para entretener a los obreros…Yo creo que los dueños de las fábricas estaban claros: El tiempo que los obreros habían dedicado siempre al chisme y al brete, lo empleaban en escuchar lo que se leía. Eso hizo que los tabacos se hicieran mejor, con más cuidado…pero también, esas mismas lecturas fueron las que les enseñaron que había algo más que tabaco… Es verdad que al principio, aquellas historias hastiaban hasta las piedras. Hablaban de España, de sus reyes, de sus hijos, y de todo lo que conseguían en el mundo.
Pero….la letra es la letra, y aunque sea fea, entra. Muchos hombres empezaron a pedir otro tipo de lecturas, Se organizaron para exigirlo. Los patrones no eran todos iguales. Algunos tenían ideas que no casaban con las de los otros. Les hablo de mucho tiempo atrás, yo todavía no había nacido…
–Eso está muy bien, Nati, pero nos gustaría que nos contara más de su experiencia personal, de su vida…
–¿Mi vida?
–Si. Nuestro reportaje hablará de gente de su edad, que ha sufrido cambios sociales, políticos…Gente que ahora-… rodeo con la vista el cuarto y me encojo de hombros.
–Ya…ya sé… mi vida. Déjeme decirle algo. Mi vida tuvo un antes y un después.
– ¿Por la revolución?
–Bueno, por algo que ella me trajo. Gracias a la revolución llegué a ser torcedora, y eso me cambió.
–¿Por qué? ¿Era un trabajo mejor pagado? ¿más cómodo?
–No sé qué decirle. Yo era joven, y el trabajo duro no me asustaba. El dinero, siempre es bueno. Un poco más es mejor que un poco menos. Pero no. No fue eso. Fue que gracias a que yo comenzaba en el oficio de torcedora, pude escuchar de la boca del negro Jesús Leal, la historia del Conde de Montecristo. Y eso fue el principio de algo que se me metió dentro y que todavía no me ha abandonado ¿Ustedes conocen esa historia?
–Si. Claro- Decimos los dos al unísono.
–Esa es la historia más bella que hay. Además, Leal era un artista. Sabía fingir la voz de mujer, imitar el sonido de una puerta al cerrarse, o el de un aguacero… A cada capítulo que él leía se le premiaba con el sonido de las hojas de las chavetas, golpeando las mesas. Ah, disculpen, ustedes no conocen…Cuando una lectura no gustaba, o el lector no lo hacía bien, los obreros golpeábamos con el canto de los cuchillos. Si gustaba, se hacía con la hoja… Aquel negro, como les digo, se ganó más golpes de hoja que ningún otro.
Nati ha cerrado los ojos. Por la ventana se cuela un sonido de muchachos que ya salieron de la escuela. Rodean la casa espiando a los intrusos que pintan la novedad en su rutina. Son ruidosos y llevan el uniforme granate de la escuela elemental.
–La envidia y la maldad humanas que creo yo, han existido en todas las épocas, encerró a aquel pobre hombre, Edmundo Dantés en una prisión de la que parece que no se podía escapar. Pero él lo hizo. No se rindió nunca, y aunque castigó a los que le habían traicionado, haciendo justicia, también, al final encontró el perdón y el olvido. Todos deberíamos aprender de él. ¿no les parece?… Pero no saben lo mejor: Yo no conocí el verdadero final de esa historia hasta varios años después. Porque en la lectura del Conde de Montecristo ocurrió algo que se ha hecho su lugar en el recuerdo de varias generaciones…
Aquella mañana, Leal llevaba un pullover blanco. Lo veo como si lo tuviera delante con los espejuelos que usaba, sobre la punta de la nariz. Siempre los llevaba así. Con el tiempo supimos que no los necesitaba, pero le gustaba el aire de hombre con estudios que le daban…
Las aventuras de Dantés estaban de lo más interesante. Había confesado ya a su antigua novia quién era él, en verdad. De repente se hizo un silencio. Leal agarró el vaso de agua y se demoró en el trago. Las lecturas eran largas, y estos momentos de descanso eran habituales. Pero yo alcé la vista justo en el momento en que aquel negro había llegado al final de las hojas y había virado para atrás. Las páginas finales, un buen montón, faltaban, y el pobre hombre se tomó su rato apurando el agua mientras decidía qué hacer. … Hizo lo único que podía hacer: Inventar a partir de ahí ,como Dios le dio a entender.
Si alguno se dio cuenta no lo sé, porque Leal siguió la historia a su manera: La mujer, al enterarse de que su antiguo amor había vuelto para encontrarla casada con otro enloqueció, y en un arrebato repentino se lo echó, sin saber lo que hacía. Si…: Asesinó a Edmundo Dantés. No sé cómo a Leal se le ocurrió aquel disparate. Nosotros queríamos que las historias acabaran bonito. Finales amargos ya hay muchos en la vida… Pero el hombre quería acabar cuanto antes y salió por ahí.
Ésta fue la única vez que a Leal le sonaron los filos de las chavetas. No era por él, sino por aquel escritor que no sabía hacer finales felices. Se oyeron palabras fuertes, que yo no voy a repetir aquí… Había tal descontento entre los obreros que él no tuvo más remedio que rectificar. Dijo que se habían quedado las dos últimas páginas pegadas, y para no contradecir ya lo que él mismo había inventado, resucitó a Dantés de entre los muertos. Así, tal cual. Describió tan bien cómo su alma se rebelaba contra el infortunio de la muerte, que nos pareció más bello que todo lo anterior que habíamos escuchado. Dantés estaba vivo otra vez por un milagro y renunciaba a todo deseo de venganza. No anduvo tan descaminado Leal. La fábula resultó la misma. Al acabar se oyó como una gran tormenta, o como un galopar de caballos: Los primeros cuchillos golpearon las mesas con sus hojas planas, suave, pero luego se les unieron los otros y se hicieron cada vez más fuertes. Al final, temblaron las paredes de la barraca.
El negro Leal se secó el sudor con un pañuelo que sacó del bolsillo del pantalón y se ajustó los espejuelos, que eran de graduación y debían molestarle la vista. Se escondió tras ellos. Yo creo que fue en ese momento cuando yo me di cuenta de que era un sato mentiroso.
Me he dejado arrastrar de tal modo por la historia de Nati que me parece estar viendo a Jesús Leal remendando el final de esa novela eterna. La que estudié en el colegio, a saltos. Nunca reconocí ante nadie que no llegué a leerla. No me hubiera costado cogerla de cualquier biblioteca. Pero nunca lo hice. Con el rabillo del ojo miro a Jorge. Me gustaría leer su pensamiento. Sé la incomodidad que le produce tener que estudiar a una persona, por sus palabras y no a través del ojo fijo de su cámara. Pero parece interesado.
Yo traía unas directrices distintas para esta entrevista. Preguntas sobre la situación actual, el deterioro de las instituciones y la incapacidad del Estado para hacer frente a las necesidades mínimas de la población. Todas se agolpan en mi libreta, que ni siquiera he extraído del bolsillo. Temo que se rompa el hilo que teje los recuerdos de Nati, llenos siempre, como en casi todas las personas de su edad, de una lealtad incuestionable a la revolución. Pero en algún momento tendremos que aterrizar en este presente durísimo, que ni el propio Jesús Leal podría convertir en feliz
– Así que el conde de Montecristo fue su gran maestro.
– No, los maestros fueron otros. Muchachos, casi niños, que llegaban con su manta y su lámpara de luz brillante. Muchos obreros tenían pena de dejarse enseñar por ellos. Yo no. Aprendí a leer de corrido en poco tiempo, y el primer libro que consulté en la biblioteca pública fue El Conde de Montecristo, para conocer la verdad de aquel hombre, si se murió o no. Si cortó cabezas o encontró la paz. Yo creo que hizo un poco de todo. ¿No es verdad?
–Aquellos fueron buenos años para Cuba, ¿No, Nati?
–Oh, sí… Parecía que podíamos con todo. A lo mejor era verdad.
– ¿Cuánto cobra de salario de jubilación, Nati?-
Ha sido un ligero parpadeo en sus ojos que me indica que se ha roto el puente que espontáneamente nos había tendido. Me maldigo por mi impaciencia. Ha cogido su vaso que aún conserva unas gotas de aguardiente y se lo ha llevado a los labios. Se demora tanto en acabar que no puedo dejar de pensar que como Leal, sabe que hemos llegado al final y nos faltan algunas páginas.
–Bueno… unos 230 pesos
–¿Y eso es suficiente?
–Uno siempre resuelve. Esto es Cuba. Siempre se resuelve…Nati cambia de posición, se ajusta el pelo tras las orejas, pasa las manos una y otra vez por los brazos de su mecedora… Óiganme ¿no dijeron de volver otro día a retratarme?
–¿Está cansada?
–Ya tú ves, mi hijo, los años no perdonan…Pero a mí me gusta mucho conversar… Si ustedes quieren, continuamos mañana … o pasado mañana…
Nati se levanta de la comadrita, y hurga entre las páginas de un periódico Granma pasado de fecha. Extrae de él un papel blanco arrugado. Aparta el envoltorio y nos muestra una caja de madera alargada.
–¿Ustedes son fumadores de tabaco?
–Más bien, no. –Dice Jorge.
Yo trato, por educación, de contrarrestar su indiferencia
–Pero esto es… Montecristo número 2… ¿Puedo?
Nati asiente complacida. Abro la pequeña caja y acaricio un habano largo, con envoltura suave. Acerco la nariz y me viene a la memoria las cenas de Navidad o Año Nuevo de mi niñez, cuando mi padre y mi abuelo se permitían disfrutar del único puro que fumaban en el año. Eran más pequeños que éste. Venían en cajas de madera que yo luego aprovechaba para coleccionar lo que nosotros llamábamos vitolas. Mi prima Valen me las robaba para colocárselas en los dedos, como anillos.
Nati parece haber seguido el hilo de mis recuerdos.
–Está bien. Si no son fumadores, alguien en su familia fumará un buen tabaco.
No hay uno igual a éste. Ninguno que tenga un capote como éste. Eso es lo más importante en la calidad de un tabaco, y luego, vean, la capa que tiene. Es perfecta. Este mismo, no les exagero, en la “choping” cuesta más de 200 dólar. Todavía tengo amigos en la fábrica. Ya se lo dije. Aquí en Cuba, siempre se resuelve.
Jorge insiste en que él no fuma, en que no conoce a nadie que fume puros, y que además, no lleva dinero encima.
Me siento avergonzado de Jorge y su falta de sensibilidad. Echo mano al bolsillo del pantalón.
–A mi padre le gustan mucho los puros, al menos le gustaban. Pensaba comprarle uno de éstos en el hotel.
Jorge me mira con las cejas arrugadas. Es el colmo de la falta de tacto.
–Prefiero decirle que le compré un puro a la torcedora más antigua de Pinar del Río. Es un valor añadido. ¿Cuánto cuesta entonces, 200?
–Bueno, cuesta más… pero no importa. Así está bien…200 fulas…
Reímos, y pongo en la mano de Nati 200 dólares convertibles.
–Ahora solo falta que fijemos la charla del próximo día. Nos falta mucho por hablar, Nati… Y tenemos que hacer todas las fotos que hoy no hemos hecho.
Jorge asiente una y otra vez con la cabeza.
–Ustedes no me van a conocer, peinada y arreglada. Miren, yo mejor les voy a dar un número de teléfono. Es de la casa de Caridad. Vive a una cuadra de aquí. Ella es la que me peina siempre y me atiende en lo que puede. Les dirá cual es el mejor momento para que ustedes se dejen caer por acá.
Arranca una porción de papel de la esquina del Granma y pide un lapicero. Jorge se adelanta y ofrece a Nati un “Bic” de cristal de tinta negra.
Ella apunta un número de teléfono de cinco cifras
Cuando sorteamos el tronco del árbol con sus frutos a punto, Nati me llama desde la puerta. Lleva en las manos un libro delgado, casi un folleto de pastas grises y hojas de color amarillo, como la piel del mango
– Acépteme esto. No es una historia grande, como El Conde de Montecristo, – ríe y se asoman los huecos de sus dientes- pero cuando lo lea, seguro que me comprenderá mejor.
Nati nos despide, agitando la mano. Cuando nos separan ocho, diez metros, Jorge se vuelve y dispara una foto. En contra de lo que yo esperaba, ella ha sonreído. Me cabreo con Jorge. Días después le agradeceré que haya obtenido la única foto con la que contamos para el reportaje de Natividad González.
Por mucho que al día siguiente insistimos en el teléfono que Nati nos facilitó, no pudimos comunicar con la tal Caridad ni con nadie que se le pareciera. Viajamos de nuevo, a los pocos días a Guayabo, pero la puerta y las ventanas de la casa de Natividad estaban cerradas. Preguntamos a los vecinos. Nadie sabía a ciencia cierta dónde podía estar.
–Ella tiene un hijo en Santiago, seguro que se fue para allá.
La mata de mango se erguía, liberada de su peso… El olor de la fruta aún estaba en el aire.
Los últimos días en La Habana precipitaron el tiempo de nuestro viaje de vuelta. No tuvimos tiempo de callejear ni buscar pequeños recuerdos para traernos. Me alegré al menos, de contar con un pequeño tesoro para obsequiar a mi padre.
Cuando lo extrajo de su caja, emocionado, lo olió. Hizo un gesto muy sutil que me hizo imaginar lo que vendría después. Lo encendió con parsimonia, como había hecho siempre.
–¿Y cuánto dices que has pagado por esto?
Cogió con las uñas una pequeña astilla que sobresalía por la punta encendida. Nos miramos y nos echamos a reír.
Mi padre abandonó el falso Montecristo en el cenicero, para que se extinguiera junto al aire viciado de Madrid, que se hacía fuerte en el calor de las casas.
A los tres meses se publicó mi artículo sobre la torcedora más antigua de la fábrica Francisco Donatién, de Pinar del Río. Nati era portada de la revista.
Recordé que aún no me había enfrentado al pequeño libro que me regaló. Y me obligué a ello. El papel de mala calidad y sus caracteres imperfectos guardaban historias de Onelio Jorge Cardoso, el cuentero mayor de Cuba.
Abrí el libro y me encontré con el primero de sus relatos : Caballo de coral. Aspiré el olor mohoso de sus páginas y me sumergí en la lectura. Nati se asomaba entre las letras como la vi por última vez, sonriendo, apoyada en el marco de su puerta abierta, burlándose en secreto de los dos gallegos que no sabían distinguir un puro Montecristo de una burda imitación.

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