…Y la carne se hizo verbo 5 (folletín por entregas de Antonio Gómez)

11 de abril de 2009

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cinco

la estatua del comendador

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Una decisión heroica, aunque equivocada, un mal paso, y las múltiples roturas de una pierna poco firme habían conducido a Ramiro a esos meses de inmovilidad y hastío. Ni una sola postal recibió de Purita en todo ese tiempo. Sólo Ana de España supo romper con sus misivas el enclaustramiento y sólo a ella guardó agradecimiento Ramiro, grabando para siempre en su memoria el poético nombre del que jamás habría de renegar.

        

Vuelto a la vida civil, aún hubo de jugarle el destino peores pasadas que las muy malas que ya le había jugado. Purita, su Purita, no le había escrito. Pero había estado justificado con largura su silencio, aunque Ramiro no se enterara de ello hasta su regreso de Rusia: un inoportuno corte de digestión mientras se bañaba en la playa de La Concha se llevó para siempre el alma de la joven aquel mismo verano en que Ramiro se había alistado tan valero­sa­mente en La División Azul.

        

Perdida definitivamente Purita, tanto para el padre como para el pretendiente, el general Redondo Sánchez, que pudo haber sido su suegro pero no lo fue, admiró la valentía del alférez y le devolvió la palabra. Ramiro se lo agradeció serio y apesadumbrado, aunque lamentó para sus adentros que el reconocimiento que con toda justeza le ofrecía el general no fuera extensible, a más de a la palabra devuelta, a la ingente fortuna con que había soña­do en su destierro alemán.

        

Viose de nuevo el mancebo, cada vez mas talludito, sumergido en la vida de la ciudad y en su vorágine, a la que contribuyó con un Fiat-Balilla comprado por cuatro cuartos a un diplomático italiano, con el que pronto esta­ble­ció negocios poco claros, y, lo que es peor, no dema­siado provechosos, que a punto estuvieron de dar con sus huesos en una celda de la Dirección General de Seguridad con vistas a la calle del Correo.

        

Inventor, con el italiano, que permaneció en el ano­ni­mato, de una supuesta gasolina sin petróleo que prometía poner fin a las penurias energéticas del país, Ramiro llegó a interesar en su proyecto al mismísimo Caudillo. Qué cauces, influencias, amistades, chantajes o sobornos hubo de utilizar para llegar a tan alta instancia es algo que nunca sabremos, y que, de saber, no nos atreveríamos a difundir.

        

Cuando al fin se descubrió que la fórmula, a base de pepinos fermentados, polvo de pirita, azufre y algunos otros ingredientes igualmente estrambóticos, no era capaz de mover motores ni turbinas, la indignación, más de los intermediarios que del propio Caudillo, quien tenía en la cabeza preocupaciones más urgentes, bien hubiera podido costarle al ex-divisionario el futuro tan duramente pagado día a día. Tan sólo el conocimiento de turbios pasados, infidelidades ideológicas, chanchullos económicos y pro­mis­cuidades amorosas de ciertos prohombres del régi­men, temas en los que Ramiro era un archivo inescru­table, le permitieron salir libre, aunque deshonrado, del trance.

        

Su impresionante figura, siempre enfundada en la camisa azul y cubierta por una capa negra de descomu­nales proporciones; su poderosa cabeza, coronada por una boina roja que parecía formar parte de ella, pues nunca, ni al aire libre ni bajo techado, se destocaba; y su fiero y rubicundo rostro de ojillos pequeños, nariz aguileña, enhiestos bigotes y cuadrada barba de húsar que se había dejado crecer en Alemania, pronto formaron parte de la geo­grafía de la ciudad, junto a los coches de gasógeno, las colas del racionamiento y las revistas de Celia Gámez. De esa guisa llegaba Ramiro a Chicote o a la Venta del Gato o a Casa Falcó, en la Cuesta de las Perdices, o a la discreta casa de Doña Carmelita en la Corredera Baja, donde había plantado el barbián sus cuarteles de invierno, y con él entraban por la puerta las bromas y las risas, envueltas en un halo de aire helado o ardiente, según fuera la temporada de la visita, acompañando aquel verbo torrencial que Dios le había concedido y para el que ahora no encontraba tribuna ni papel en que derramarlo con su generosidad acostumbrada.

        

En el momento más bajo de su arrastrada existencia, vivió Ramiro durante algún tiempo de pequeños trapi­cheos en el mercado negro y de no más grandes actuaciones como figurante en películas histó­ricas de CIFESA; de la redacción de la sección heráldica de 7 Fechas, que firmó durante algunos meses con el seudónimo de Duque del Rhin, y de los restos de la pequeña herencia que le había dejado tía Visitación al morir y que se agotó con celeri­dad entre copas de champán en Pasapoga, Winston de contrabando en el Café Lyón, y coloretes de Mirurgia y medias de cristal en algún cuarto mercenario con bidet incorporado .

        

Una mañana de agosto de 1949 su amigo Cosme de Santiago, viejo compañero de conspiraciones y franca­chelas en Burgos, que a la sazón dirigía una emisora de radio del Movimiento, le sacó como por ensalmo de la indigencia en que se hallaba, abriéndole un horizonte de bonanza que ni él mismo supuso en un primer momento hasta dónde le arrastraría.

        

Recién marcaba las once el despertador cuando llamó a la puerta el providencial amigo. Ramiro aún dormía, pues era hombre trasnochador y la velada ante­rior había mantenido con una de las pupilas de doña Car­melita una sesión especialmente intensa que le había deja­do exhausto. La casa que por aquel entonces mantenía no sin penurias en la calle de Narciso Serra, junto a Pacífico, estaba, como siempre, toda tirada: los platos de comida rene­gridos en el fregadero, los libros y revistas hacinados en el salón, formando pila encima de la mesa y de las sillas, la ropa revuelta de cualquier manera con las sábanas de la cama, y mugre de meses empalideciendo cuadros, apara­dores y vidrieras vacías. Ramiro hizo sitio en una de las sillas apartando un montón de periódicos atrasados y Cosme se dispuso a contarle el motivo de su visita después de tomar asiento y descansar de los cinco largos tramos de escalera que acaba de subir.

        

Ramiro, tengo un trabajo para ti que ni hecho de encargo.

Un trabajo siempre es bien recibido, que no están los tiempos para despreciar un dulce. Aunque ya sabes mi filosofía: todo lo que cansa es malo.

No te preocupes, que con éste no te vas a deslomar.

Pues, ¡a sus órdenes, mi teniente!

        

Cosme se repantigó en el asiento, sacó un cuartillo de picadura de Caldo de Gallina y un papelillo y se lió un cigarro. Tras encenderlo y enrarecer aún más el cerrado ambiente de la habitación con una calada que nubló de humo la escasa luz que atravesaba los sucios cristales de la ventana, le explicó su proyecto a un expectante Ramiro, que en el entretanto había aprovechado la visita para liarse un pito con el tabaco del amigo, pues a él, ni para colillas vueltas a liar le alcanzaba el pecunio.

        

Para la programación de la temporada que viene ha­bía­mos pensado poner en marcha un consultorio feme­nino, pero no encontramos quien pueda hacerse cargo de él con discreción y eficacia. Tras mucho cavi­lar, y con el argumento de que no hay mejor moralista que el que antes fue libertino, he terminado por recalar en la carta que hace unos meses me envió el camarada Morales contándome tu situación y preguntán­dome si podría hacer algo por ti. Así que aquí estoy para ofrecerte el puesto. Si te atreves con ello, y te sientes capaz de hacerlo con seriedad, es tuyo.

        

Pocas cavilaciones precisó Ramiro para decidirse. Aunque no fuera aquello de dar consejos a las señoras cosa que le moviera al entusiasmo, el sueldo no era malo y el trabajo no era mucho. Además, firmaría el programa con seudónimo, con lo que su amor propio, que aún en las peores circunstancias había mantenido en gran estima, no se vería afectado públicamente.

        

Dado el carácter del encargo, el seudónimo había de ser femenino. Ni que decir tiene que en ese preciso momento el nombre que le vino a Ramiro a la cabeza no podía ser otro que el de aquella anónima fuente de consuelo que durante los meses de hastío alemán le había reconfortado y que, aunque por breve tiempo, se había convertido en su musa y modelo, el perfecto inalcanzable de la mujer hispana: Ana de España.

        

Llegó el otoño, se inició el programa, y todavía pa­sa­dos muchos años recordaría Ramiro palabra por palabra la primera carta a la que hubo de dar contestación:

 

CONTROL.- Sintonía programa. A Primer Plano y baja a fondo.

 

LOCUTORA 1.- «Querida Ana de España:

       No sabe cuanto me alegra su aparición en la ra­dio, pues así podremos tener las mujeres españo­las alguien de confianza a quien consultar nues­tros problemas con la seguridad de recibir res­pues­tas juiciosas y cristianas.

       Mi caso, querida Ana, no es distinto al de tantas otras españolas. Tengo veintiocho años y llevo varios de relaciones con un novio al que quiero y que, según creo, también él siente lo mismo por mi y esperamos casarnos dentro de poco. El caso es, querida señora, que desde hace algún tiempo mi novio me lleva a bailar a un salón que han abierto en mi ciudad y aprovecha la circunstancia para frotarse conmigo y hacer cier­tas cosas que me parecen indecorosas. Lo he ha­bla­do con él, pero insiste en que son cosas nor­ma­les teniendo en cuenta que nos vamos a casar. Yo dudo, y por eso le escribo a usted para que me indique lo que debo hacer. Esperando su orienta­dora respuesta queda de usted siempre amiga. Indecisa. Zaragoza.

 

CONTROL,- Música. Rondalla folklórica de Burgos. «Jota de la boda». Ráfaga a PP y B a F.

 

LOCUTORA 2.- Estimada indecisa ¿has prestado aten­ción a la copla de la bonita jota que acabamos de escuchar?: «Qué bien parecías tu / arrodillada en las gradas / Parecías una rosa / del rosal recién cortada». Y así debe ser una novia al casarse: una rosa recién cortada del rosal, con toda su juventud y pureza intactas, sin que nadie haya puesto las manos sobre sus frescos pétalos, sin que nadie haya osado mancillarla. Y no sólo debe parecerlo, sino también serlo: pura y casta como una rosa, pero igual de espinosa que la flor.

      

CONTROL.- Misma canción. Breve ráfaga a PP y B a F.

 

LOCUTORA 2.- Con preocupación observo, querida mía, que tan sustancial principio corre peligro en tu caso, quizás por la lubricidad de tu novio, quizás por tu propia indecisión para decirle lo único que una mujer en tu situación puede decir al hombre que la asedia: que espere al sagrado día del matrimonio para poner su mano sobre la dulce rosa que es la mujer.

 

CONTROL.- Misma canción. Breve ráfaga a PP y B a F.

 

LOCUTORA 2.- Pero, estimada indecisa, permíteme que te diga que el mayor peligro que te acosa está en la forma que habéis elegido para divertiros: el baile, una costumbre que puede llegar a ser tan licenciosa que sea causa de terrible pecado. No te hablaré con mis palabras, que pueden ser tor­pes, sino con las de un santo varón que tiene motivo y conocimiento para saber más que tu o que yo. Escucha con atención lo que escribe el padre Jeremías de las Sagradas Escrituras en su libro «Grave inmoralidad del baile agarrado», cuyo solo título debería ser faro que guiara a las jóve­nes inexpertas e indecisas: «Todo baile en el que se ejecuten actos inmorales será también grave­mente inmoral. Eso son parejas de hombres y mu­jeres cosidas de pecho y vientre, con la concien­cia hecha jirones, embriagándose de lujuria por plazas y calles de día y noche. Todas estas inmo­ralidades son consecuencia de la pérdida de pudor en el baile agarrado. No se podrán evitar mien­tras no se le destierre».

       Creo, querida indecisa, que está claro. Primero has de renunciar a esos bailes que excitan con su inmoralidad la concupiscencia de tu novio. Si él insiste en no aguardar a la boda para libar el po­len de tan dulce rosa, sólo tienes que ponerle de patitas en la calle, pues poco te merece quién tan poco te respeta. Lo que una mujer necesita es un buen marido, no un marido cualquiera.

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