18 de marzo de 2009
A veces pienso que hemos enloquecido. Contemplamos la superficie limpia del iPod como Narciso su reflejo en la orilla del lago. Creemos ver el futuro, y todo lo que encontramos es la pezuña del agua. Los brujos temibles, los pajarracos de insólito discurso, insisten en que el disco muere, que debemos felicitarnos. A esa rara enfermedad podríamos llamarla nostalgia de la revolución; sus partidarios ignoran los cadáveres, el hedor y las moscas, los sucesivos guantazos, para reeditar la enésima utopía. Se han empeñado en que el destino de la música pase por el autobombo del blog y la grabación casera. Están tan intoxicados por su propia alucinación que incluso aplauden la quiebra de las compañías.
Adrian Vogel y Diego A. Manrique apuntan algunos síntomas de salud en la industria mientras los coros del cementerio rematan la fosa. El New York Times explica como Austin se ha convertido en fortín del vinilo. No busquen sortilegios. Es tan sencillo como encontrar una ciudad viva. Estupendos festivales, abundantes garitos del rock, garantizan la fidelidad. Catedral del melómano, Austin acoge cada dos años una enorme feria del coleccionismo. Sus tiendas de discos, en lugar de cerrar, florecen. Ya ven. Hay quien no ha sucumbido al necrosado mantra del Háztelo tú mismo/ escúchalo comprimido/ quema tus plásticos/ apuesta por el puto politono y la ensaimada de canciones apiladas como ladrillos. Waterloo Records and Video, Sound on Sound, Antone´s Record and Shop, End of and Ear, los nombres citados por el NYT frustran la vocación pirómana de las modernas Casandras.
En Nueva York, donde escribo, hemos sufrido hecatombes. Primero chapó Tower Records; ahora anuncian que el Virgin de Union Square cerrará. Sin embargo subsisten decenas de pequeñas tiendas, bien surtidas, en los cinco distritos. Nada alegra más la noche, cuando caminas por Bleecker Street rumbo al Terra Blues, que abrazarte a los escaparates donde relampaguean viejas ediciones de Elvis Costello o Cream, lustrosas cajas de la Carter Family y singles de Sam and Dave.
En la hora del juicio final lo peor es creérselo. Quizá ya no interese la música; quizá nuestros queridos niños sueñen con empaquetar cajas virtuales de Charley Patton en sus horas libres; quizá los nuevos compositores trabajen en una oficina con horario partido, haciendo del rock ´n´ roll un pasatiempo a cultivar de madrugada, hasta el culo de anfetaminas para no dormirse. Como la idea resulta espantosa, e impracticable, contaré hasta tres antes de escribir un nuevo capítulo del Apocalipsis, no vaya ser que nunca llegue la lluvia de ranas, el viento azufrado, la espada flamígera, y al cabo la cólera de Dios pase de largo y subsista esa dulce droga llamada disco.
Y por cierto, un placer y un lujo, al menos para el arriba firmante incorporarme a El Mundano.