15 de febrero de 2009
Un siglo de canciones. El reclamo en un primer momento me desconcierta ¿Ha de ser una canción con letra o puede ser un tema instrumental? (*) “Como quieras”, me responde Adrián. Vale, entonces no tengo ninguna duda de cual ha sido el tema que ha marcado un hito en mi vida: El “Take Five” de Paul Desmond.
Calculo que sería allá por el año 1974 cuando, una tarde de invierno, un amigo me pidió que le acompañara a casa de un tío algo mayor que nosotros para hacer no recuerdo que recado. Entramos en un portal de la calle Ríos Rosas y subimos al piso de aquel hombre que estaba escribiendo o, tal vez dibujando, en una habitación muy acogedora y con música de fondo.
Mientras ellos hablaban, yo estaba de pie en medio de la habitación curioseando distraídamente cuando empezó a sonar el piano de Dave Brubeck tocando un hipnótico compás de 5/4 que inmediatamente captó toda mi atención. Enseguida, el saxo alto de Paul Desmond comenzó a desarrollar la melodía, con ese sonido suyo tan personal y característico, para sumergirse a continuación en una improvisación cautivadora que dio paso al ya famoso solo de batería de Joe Morello sobre el insistente colchón que mantienen Brubeck al piano y Eugene Wright al contrabajo, para terminar regresando a la melodía inicial y cerrar el tema. Yo entonces no sabía nada de esto, claro está. Era un chaval con muy poca formación musical, pero lo cierto es que me quedé totalmente pillado. Aproveché una pausa en la conversación que mantenía mi amiguete con ese desconocido para preguntar con ansiedad:
-¿Qué es eso que acabamos de escuchar?
-Jazz, es un tema de Dave Brubeck que se llama “Take Five”- me contestó con una sonrisa picarona.
Desde luego que no sería la última vez que era testigo de como se le atribuía erróneamente la autoría del tema estrella de Paul Desmond a Dave Brubeck, pero lo importante es que me quedé con la copla. ¡JAZZ! Que música extraña. Menudo descubrimiento. ¿Será así toda esa música? ¿Dónde puedo escuchar más? ¡Quiero escuchar más!
Yo era un joven con cierto grado de compromiso político -como tantos otros en aquel entonces en que no había tribus urbanas y la cosa se reducía a progres, hippies y fachas-, que escuchaba a canta-autores, canción protesta y poco más. En casa, mi padre, las pocas veces que ponía música eran zarzuelas. Mi madre, aunque podría emocionarse profundamente con el réquiem de Mozart o cualquier otra buena obra clásica que sonara por la radio, tampoco era gran aficionada. La que sí era verdaderamente entusiasta de la música era mi hermana Cucha, cuatro años mayor que yo y bastante hippie. De su habitación salían a toda caña los acordes de Traffic, Family, los Doors, los Rolling… demasiado para mi cuerpo.
Pero yo acababa de descubrir un tesoro que me acompañaría toda la vida y me sumergí en él intentando desentrañarlo. Os haréis perfectamente cargo de que entonces no era tan fácil como hoy en día. Aún así tuve suerte y encontré amigos que me pasaron algunas grabaciones que me descubrieron a los más conocidos: Louis Armstrong, Duke Ellington, Count Basie, Glenn Miller… poco a poco me iba enganchando y fueron llegando Miles Davis, John Coltrane, Coleman Hawkins, Lester Young, Ben Webster, Bill Evans y cuando le tocó el turno a Billy Holliday me convertí en un adicto sin remedio.
Empezaba a entender que ese baúl llamado Jazz contenía diversos apartados con muy distintos registros. Poco tenía que ver la Big Band de Benny Goodman con el quinteto de Miles Davis. O el Modern Jazz Quartet con la música de Parker y Gillespie. Pero lo más destacable, lo que más me atraía, era lo que sin duda caracteriza al jazz: la improvisación. Esa libertad que tenía el intérprete para, una vez expuesta la melodía, lanzarse por derroteros inexplorados que me resultaban inabordables y fascinantes. Uno podía escuchar el mismo tema en un puñado de versiones totalmente dispares y aún así, mantenía la esencia, seguía siendo el mismo tema.
Recuerdo que poco después conseguí hacerme con un tocadiscos y fui juntando unos cuantos LP’s. Con un par de amigos también aficionados, quedábamos todos los miércoles por la tarde en alguna de nuestras casas para poner en marcha -con mucha solemnidad- una suerte de liturgia que consistía en escuchar, en absoluto silencio, dos cortes que cada uno de nosotros había seleccionado de un disco que traía bajo el brazo. Con la luz muy tenue, una tetera llena, un cigarrito y bien apoltronados, cerrábamos los ojos e íbamos descubriendo a todos los grandes en una sucesión que parecía no tener límites. Fue una experiencia magnífica que nos enseñó a prestar atención a la música; a sentirla y disfrutarla a fondo. Además nos animaba a rebuscar durante la semana para intentar sorprendernos unos a otros pinchando algo que supusiera un descubrimiento para alguno de los otros dos. Así fuimos conociendo a tantos y tantos… Luego, como era habitual en aquella época de progres, cine forums y demás, hacíamos una revisión crítica de lo que habíamos escuchado antes de irnos de cañas (que probablemente era el final prosaico que inconscientemente perseguíamos).
Siempre recordaré ese día en el que, por una vez, tuve la suerte de estar en el sitio apropiado en el momento justo en que sonó “Take Five” en casa de aquel desconocido y prendió en mi la llama de una música fascinante que me ha acompañado desde entonces a diario y que me ha dado tantos momentos de dicha y provocado tan gratas y diversas emociones. Hasta tal punto es así que, gracias a ello, muchos años después y ya entrado en la cuarentena empecé a estudiar música con bastante interés y a tocar el bajo eléctrico; y aún hoy me junto con los colegas en el local de ensayo todos los lunes para tocar jazz, con la única pretensión de disfrutar y pasar un buen rato. Y doy fe de que lo conseguimos.
“Take Five” apareció en el álbum “Time Out” del cuarteto de Dave Brubeck, editado en 1959 por Columbia. Aunque el álbum fue concebido como un experimento y recibió muchas críticas negativas cuando apareció –utilizaba compases hasta entonces inusuales en jazz 3/4, 6/8, 9/8 y por supuesto el 5/4 en el que está compuesto “Take Five” y de donde deriva su título- se convirtió en uno de los álbumes más vendidos, alcanzando el nº2 en la lista Pop (¡?) de Billboard y el single “Take Five” el nº5 en la lista “Adult Contemporary”
Paul Desmond (1924-1977) –seudónimo que buscó en una guía telefónica- se llamaba realmente Paul Emil Breitenfeld. Fue ampliamente citado cuando decía “Creo que de manera inconsciente quería sonar como un martini seco”. Esa definición se le podría aplicar a él mismo; era urbano, ingenioso, sofisticado y su música embriagadora. Pero también era muy conocido su fino sentido del humor. Vaya, que era un cachando mental. Decía que escribió “Take Five” con la única pretensión de tener la oportunidad de fumar un pitillo durante el solo de batería, pero se convirtió en un standard de éxito.
Nativo de San Francisco, Desmond pasó gran parte de sus mejores momentos (16 años) con Dave Brubeck, formando un tándem insuperable en el que los vuelos improvisadores de su saxo permanecían lírica y emocionalmente conectados a la tierra, mientras Brubeck aplicaba sus avanzadas teorías musicales al piano.
Desmond, uno de los pocos saxofonistas altos no influenciado por Charlie Parker, fue una de las grandes figuras del “cool”. Una vez disuelto el cuarteto de Brubeck, destacaron sus colaboraciones con Jim Hall, Gerry Mulligan y Chet Baker.
Su afición al whisky escocés era de dominio público. Cuando en 1976 se le diagnosticó cáncer de pulmón se mostró irónicamente satisfecho de que su hígado estuviera bien y declaró: “Impoluto, perfecto, uno de los grandes hígados de nuestra era. Bañado en Dewars y rebosante de salud”
Antes de que la enfermedad se le llevara por delante un año después, donó los royalties de “Take Five” a la Cruz Roja.
Su epitafio bien pudiera ser uno de sus hilarantes “desmondismos”: “Yo ya había pasado de moda antes de que nadie me conociera”. Genio y figura.
(*) En 1961 se grabó una versión del “Take Five” en la que Carmen McRae canta una letra escrita a medias por Brubeck y su señora.