24 de diciembre de 2008
A primeras horas del día de Navidad de 1983 murió en Palma de Mallorca, con 90 años de edad, Joan Miró. Se cumplen 25 años de aquella fecha y no viene mal que El Mundano se una al coro de homenajes al artista, del que este año habrá exposiciones significativas en Palma de Mallorca, Barcelona y el MOMA de Nueva York.
En El País de hoy mismo escribía Frederic Amat que aún persiste en la obra de Joan Miró “algo esencial, surgido de una profunda intuición pictórica y un latente impulso poético, que se manifiesta a través de su distintivo no tan solo formal sino, sobre todo, como una conciliación de contrarios, una tensión indefinible por la que se nos desvela una imagen cósmico con mirada primigenia. El caos se trasforma en una nueva posibilidad y en otro equilibrio, Miró nos entrega el secreto de la realidad de las apariencias”.
No sé si todo eso es así. Debe serlo, pues lo escribe un experto, pero para mí, que no lo soy, y que todo a lo que aspiro, como mucho, es a ser un simple espectador emocionado, la obra de Miró me traspasa.
En sus redondas figuras monocromas, en sus estrellas irregulares, en sus monstruos amorfos de un solo ojo, monstruoso y amorfo a su vez, en el que caben todos los ojos, presiento pálpitos de mi propia vida. Ante sus cuadros y esculturas resurgen los sueños de la infancia y se hacen presentes las esperanzas, los temores y las alegrías de toda una vida. De repente, exaltado por un rojo, anonadado por un negro o ilusionado por un inmenso amarillo que se rompe en un reguero de estrellas azules, puedo percibir junto mí a el niño que fui y al hombre que seguramente no acabaré por ser. Por adivinarme en sus pinturas le admiro.
Y además, qué leche, Joan Miró siempre me pareció, por lo leído y conocido sobre él, un tío cojonudo: coherente, solidario y fiel, irrevocablemente libre. Eso a lo que aspiraba aquel otro ser humano de similar categoría: alguien “en el buen sentido de la palabra bueno”.
Con Duke Ellington