Archivo diario: mayo 21, 2008

La Aventura de Leer (por Antonio Gómez)

21 de mayo de 2008

Estoy harto de escuchar ese tópico de que “el perro es el mejor amigo del hombre”. Es una idea que no comparto, y no sólo porque la frase común no aclare que especie animal o vegetal es el/la mejor/a amigo/a de la mujer/a, sino porque yo entiendo las amistades de otra manera. Para mí, el mejor amigo del ser humano es el libro. Y no es una afirmación gratuita, sino la conclusión a la que he llegado tras cincuenta años de apasionada y anárquica relación con la letra impresa encuadernada, encolada y puesta a la venta en las librerías.

 

A diferencia del perro, un libro no ladra, aunque diga todo tipo de cosas; ni come, aunque al final salgan por una pasta; ni tiene diarreas, aunque en algunos casos las pueda provocar; ni se queja porque le dejes solo en casa, aunque sea exigente en estar acompañada de los suyos en una cálida biblioteca; ni se muere, aunque se pueda perder por préstamo a amigo irresponsable, robo de amigo tímido o sustracción de amigo jeta. O por olvidarlo en verano en una gasolinera junto al abuelito anciano mientras se llena el depósito para llegar a Benidorm de un tirón.

 

El libro, ese objeto aparentemente inanimado que toma vida en cuanto abres sus páginas, puede ir siempre contigo, en un bolsillo o en el bolso, y siempre está dispuesto, sin quejas ni exigencias, para que entres en sus secretos y los explores a través de sus páginas. En el metro, en la consulta del dentista, andando por la calle o en esos momentos en que, encamado, el sueño te vence y acabas en el limbo acompañado por las últimas frases de la página, en cualquier momento o situación del día y de la noche el libro no te falla, siempre está ahí, accesible y servicial, y no exige para disfrutarlo otra condición que estirar la mano y acercártelo a los ojos. Ningún otro contenedor artístico permite esa inmediatez y accesibilidad. Ninguno es tan íntimo y cercano, tan propio.

 

Personalmente mantengo una relación muy física con la lectura. Será porque ya me acerco al “débito de la vida” del que habla Quintín Cabrera en una de sus canciones, pero necesito el tacto del papel para leer a gusto y disfrutar de la lectura. La pantalla del ordenador, por ejemplo, aparte de que me obliga a sentarme ante ella para leer, me condiciona y me impide centrarme en cualquier cosa que vaya más allá que un breve mensaje o la factura del teléfono. Soy de esos, perdonadme, que incluso los textos del foro que le parecen interesantes los imprime antes de leerlos.

 

Y cuando digo que mi relación con los libros tiene un componente físico importante, me refiero sobre todo a que me da placer el tacto del papel, comprobar su textura, ver su coloración y como se va oscureciendo con los años cuando retomo una vieja lectura; quiero decir que disfruto con la tipografía, el tamaño de letra, el diseño de la página, la forma de las capitulares; que es una gozada para mí pasar la página 174 y no saber lo que voy a encontrar en la 178, sentir como llega el sueño y doblar la esquina del papel y dejar caer el libro en el suelo. Sentir cuando paseo su peso en el bolsillo de la chaqueta. En las páginas de un libro no sólo se lee, también se puede escribir, subrayar, hacer anotaciones, poner en los márgenes tus propias reflexiones sobre lo que dice el autor y así dialogar o discutir con él.

 

Aún así, no soy un fetichista de los libros, no los atesoro como objetos únicos, porque no lo son, siempre hay otro ejemplar del mismo título que puede sustituir al perdido, ni los cuido como si fueran flores desojadas que se rompen si las tocas. No. Disfruto prestando los libros, y si no me los devuelven me compro otro, doblo las páginas para saber donde me he quedado, a veces los exprimo hasta desencolarlos, y me da igual que sean viejos o nuevos, estén manchados de grasa (pobre don Dámaso y su preocupación por los libros grasientos de los pobres) o, si la cosa se pone dura y el libro es de los que se leen con una sola mano, de fluidos más humanos. Todos los libros, los nuevos y los viejos, los rotos y los impecables, los sucios y los limpios tienen una historia dentro que sólo está esperando que la llame el lector para entregarse sin condiciones.

 

Como corresponde a la época pretecnológica en la que nací, mi primer contacto con la literatura fue a través de la oralidad. Mis primeros recuerdos conscientes son las historias que una y otra vez me contaba mi padre sobre su infancia, sus vivencias en la guerra o en la cárcel. O las de mi madre, más parca en relatos. Y también esas otras que contaban mis tías o mis primos mayores al calor de la chimenea en las vacaciones infantiles en mi pueblo de origen materno. Cuentos de miedo y de burla, de muertos y aparecidos, o sobre las aventuras más o menos chuscas de este o aquel vecino.

 

No me recuerdo sin una historia, una ilusión o un mundo en la cabeza transmitidos a través de la palabra, lo que acabaría por llevarme indefectiblemente hasta los libros a través primero de los tebeos. A mi padre, que sentía hacia los libros ese profundo respeto que sienten los autodidactas que leen cuanto escrito cae en sus manos, no le gustaba que leyera tebeos. Para él, lo digno eran las 500 páginas de apretadas letras, no esos dibujitos con globos en los que apenas caben una docena de palabras. Pese a ello, no me impidió leerlos, sino que adoptó la táctica de irme comprando y regalando novelas desde que yo era niño, incitándome a leerlas. Esa tolerancia aún se la agradezco, porque los Mortadelo y Filemón de Ibáñez, Superman y Cisco Kid, TBO, DDT o las Hazañas Bélicas de Boix me despertaron la imaginación y me dejaron dispuesto para nuevas aventuras lectora.

 

Julio Verne y Paul Féval, Mark Twain y Dumas, Salgari y Dickens, Antoniorobles y Mika Waltari me descubrieron mundos que nunca había soñado que pudieran existir. Sus inventados personajes fueron mis compañeros y cómplices en largos y fantásticos viajes de infancia y me acompañaron largo a tiempo, hasta que a cierta edad, cuando cumplí más o menos los 30 y ya me consideré un ser adulto y serio que leía a Althusser y Marcuse, despreciara la colección de viejos libros infantiles y los vendiera al peso para pagar, seguramente, algún recibo de la luz que andaba atrasado. Nunca me arrepentiré lo bastante.

 

Y junto a esos y otros autores, las experiencias inolvidables propiciadas por la lectura de los libros que me iba regalando mi padre: aquel “Quijote” que leí en La Pedriza un verano cuando tenía 14 años; el “Cañas y Barro” de Blasco Ibáñez que estaba leyendo en la puerta de un cine allá por mi adolescencia y una señora me lo recriminó porque era un libro muy atrevido, a lo que yo le contesté lleno de orgullo: “pues me lo  ha regalado mi papá”. O aquellas “Ruinas de Palmira” con las que mi progenitor intentaba inculcarme la importancia de racionalidad frente a la existencia de dioses. O las maravillas del siempre arriesgado Vargas Vila.

 

El libro es el mejor amigo de las personas, permitidme por ello que le pida a Adrián que, sin abusar, me permita de vez en cuando hablar aquí de libros. De aquellos que quizás me marcaron la vida o de los que simplemente me divirtieron en algún momento, de los que me deprimieron y de los que aliviaron las depresiones, de los que me hicieron recordar y de los que me ayudaron a olvidar, de los que me cogieron por las pelotas y me dejaron agotado y de los que pasaron por mi mente como una pluma que produce agradables cosquillas. Son mis amigos, permitidme que os los presente.

 

Salud

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